Era una noche tranquila de mediados de noviembre. Caía una lluvia torrencial sobre la ciudad, y no había gente en la calle. Cada poco se veía el resplandor de un rayo, seguido por el sonido del trueno segundos después.
Alejandría estaba tumbada en el sofá, con todas las luces apagadas y la televisión encendida en una de esas películas horribles que ponían a última hora de la tarde. Sostenía una taza humeante entre las manos, y tenía un montón de papeles y libros gruesos en la mesita de café, frente a ella. Acababa de terminar de estudiar, y se sentía agotada.
El apartamento estaba completamente vacío; no se escuchaban los ruidos de un compañero de piso, ni siquiera de una mascota, sólo las voces que daba la pareja del piso de al lado al discutir y el run run del lavavajillas. No le importaba vivir sola, ya que pasaba la mayor parte de su tiempo en la facultad de Historia, en la biblioteca o trabajando. Además, no quería involucrar a nadie en su vida; era demasiado extraña y peligrosa como para eso. A sus compañeros simplemente les decía que sus padres eran cónsules y viajaban constantemente, y que no tenía hermanos. Una mentira descarada, por supuesto, aunque todo el mundo pareciese haberla dado por válida.
Al fin y al cabo, lo que ella buscaba no era la compasión de la gente.
Se acordaba perfectamente del día en que había descubierto su verdadera naturaleza, a pesar de que por aquel entonces tenía sólo seis años; ésa era una de las cosas que no se olvidan. Les había preguntado a sus padres, como tantas otras veces, por qué cambiaban tanto de país, de colegio y de nombre. A tan corta edad ya había vivido en ocho países distintos y se había teñido el pelo de todos los colores imaginables. Había acudido a colegios de todo tipo, pero en ninguno de ellos había llegado a hacer amigos; incluso entonces, comprendía que seguramente no volvería a ver jamás a sus compañeros, y que no debía encariñarse con nadie. Había llorado mucho cuando, hacía apenas unos meses, se había tenido que separar de una niña llamada Annie que iba a su mismo colegio en Nueva York, y no quería volver a pasar por ello.
Sus padres normalmente no contestaban a sus preguntas, pero ese día fue distinto; estaban alterados y distantes.
La joven recordaba a su padre, acuclillado frente a ella, sus ojos del mismo castaño ambarino que los de ella mirándola fijamente.
─Eres una brujita, Ale. Pero nadie más puede saberlo; será nuestro secreto.
Por supuesto, ella se emocionó. Como cualquier niña de seis años, estaba obsesionada con la magia, las hadas y todas las criaturas fantásticas. O puede que estuviese algo más obsesionada de lo normal. Enterarse de que tenía magia fue lo mejor que le pudo pasar en su vida.
Aunque eso no terminaba de responder a su pregunta, se olvidó de ello; al fin y al cabo, era una bruja. ¿Qué importaba cambiarse de colegio?
Probablemente, ese fue el último día que vio vivos a sus padres.
Habían muerto en un accidente de tráfico. Los de servicios sociales no se lo dijeron así, obviamente, sólo que mamá y papá estaban en el cielo. Sólo cuando cumplió los trece le dijeron la verdad.
Por aquel entonces, vivían en un amplio chalet de un área rural de Estados Unidos, no sabría decir dónde. No recordaba demasiados detalles; se acordaba de estar en el jardín con sus padres, jugando a la pelota. Después de llevarla a la cocina para darle la merienda habían salido de casa, pero no estaba segura de para qué o de si habían llegado a coger el coche. Se preguntaba si sabían que estaban dejando sola a una niña pequeña; tal vez lo habían hecho sabiendo lo que les iba a pasar. O tal vez no la habían dejado sola, y se habían quedado en el jardín de casa antes de que alguien los matara. Esas dudas llevaban rondando su mente desde que fue lo suficientemente mayor como para entender las cosas.
Sólo sabía que horas más tarde, después de un lapso de tiempo que permanecía borroso en su memoria, alguien llamó a la puerta para darle la noticia. Ni siquiera recordaba el rostro de la asistente social, solo las brillantes luces de los coches de policía que rodeaban la casa. Tenía una imagen de un coche destrozado, aunque no sabía si lo había visto de verdad o su mente había creado ese recuerdo a partir de la información que había ido obteniendo con los años. Recordaba una sala fría y aséptica, en la que tuvo que ver a sus padres, durmiendo con expresiones plácidas que contrastaban con las múltiples heridas y contusiones que lucían en todo el cuerpo. No comprendía por qué no se despertaban y se la llevaban a casa para la hora de la cena. En ese momento era demasiado pequeña para darse cuenta, pero se había quedado sola.
Nadie había sido capaz de contactar con más familiares; Alejandría dudaba que tuviese más familia que sus padres. Al menos, ellos nunca habían hablado de padres, hermanos o cualquier otro tipo de parientes. Tampoco ella tenía ningún hermano. Solo tenía los documentos de identidad, que la señalaban como nacional española, así que la repatriaron de vuelta al país junto a los dos cuerpos y estuvo rebotando entre el orfanato y casas de acogida que la devolvían antes del primer mes con ellos. La gente del pueblo la miraba con compasión al pasar; su madre había crecido allí y muchos lamentaban la pérdida, pero nadie se acercó jamás para darle unas palmaditas de consuelo en la espalda.
Empezó a trabajar a los catorce años, dos antes de lo normal, solo porque la dueña del orfanato quería que se independizara y perderla de vista. Al fin y al cabo, solo era una niña rara e introvertida con nombre de ciudad y con tendencia a ser huraña.
A pesar de todo, ella no se había olvidado de las últimas palabras que le había dirigido su padre; si de verdad era una bruja, tendría que ser capaz de hacer… algo. Lo que fuese. Todas las noches, en su habitación del orfanato, lo intentaba todo; mover objetos con la mente, hacer arder su escritorio, cualquier cosa. Aunque por mucho que lo intentase no conseguía avanzar, tardó varios años en dejar de hacerse ilusiones. Estaba claro que su padre le había mentido, pero ella se resistía a creer eso.
Todo cambió el día de su decimoquinto cumpleaños…
Eran las siete y media de la mañana, y ella se dirigía al colegio de monjas que los dueños del orfanato habían escogido para ella. Ni siquiera ese día se sentía contenta; a pesar de que era su cumpleaños, probablemente fuese una jornada como cualquier otra. Rezaría cinco veces, al inicio de cada clase, y sus profesoras la regañarían por llevar la falda demasiado corta o el primer botón del polo desabrochado. Se pasaría el recreo sola, leyendo en la biblioteca, porque no tenía más amigos que la mujer regordeta que gestionaba los préstamos de libros. Luego regresaría al orfanato, donde nadie se había acordado de su cumpleaños durante el desayuno.
La verdad, le daba igual; a aquellas alturas ya se había acostumbrado a ser una persona solitaria. No pudo evitar rememorar los vagos recuerdos que tenía de sus celebraciones de cumpleaños junto a sus padres, pero no lo hizo con dolor, sino como si estuviera contemplando la vida de otra persona. Ni siquiera sabía si eran de verdad.
Odiaba ser pesimista, pero había veces en las que no podía evitarlo.
Le quedaban dos manzanas para llegar al colegio. Iba sumida en sus pensamientos, maldiciéndose a sí misma por no haberse acordado hasta ese momento de que no había hecho su redacción para la clase de inglés de la segunda hora. Pasaba por delante de un callejón, al que iban a dar las partes traseras de varios restaurantes, cuando una mano la agarró por el codo y la introdujo dentro. Alguien le tapó la boca.
Dentro del callejón olía mal y estaba oscuro, a pesar de que estaba a punto de salir el sol.
Alejandría trató de resistirse como pudo; en el orfanato, en ocasiones se contaban historias de miedo por las noches. Aunque sabía que la mayoría de los detalles estaban tergiversados, no podía evitar recordar los relatos de jóvenes violadas y asesinadas o vendidas a mafias. Dio patadas y se retorció, pero la otra persona era mucho más fuerte que ella.
─Tranquila, no te haré daño ─dijo tras ella una voz de hombre, suave y profunda.
La chica se relajó para que la soltara, pero estaba preparada para salir corriendo; en ese momento, se arrepentía de no haberse comprado un teléfono móvil, como todas las demás chicas de su edad. El otro la soltó el brazo lentamente, y Alejandría se dio la vuelta.
Tenía delante a un chico de unos diecinueve años, alto, con la cabeza rapada y los ojos azules. De pronto, sintió nervios en la boca del estómago, pero no eran causados por el miedo. Apenas había tenido contacto con los chicos; su colegio era exclusivamente femenino, y los adolescentes del orfanato normalmente venían de familias desestructuradas o marcadas por la droga y la violencia. Y ahora se encontraba delante de un chico atractivo, que parecía tener magnetismo sobre ella. Se quedó embobada mirando sus rasgos, angulosos y perfectos, sus labios finos y sus pestañas largas.
Sintió que se le subía la sangre a las mejillas; en ese momento, se olvidó de que estaba en un callejón maloliente con un chico mayor, desconocido, y claramente mucho más fuerte que ella.
─Eres Alejandría.
No era una pregunta. La joven sintió cómo la sangre abandonaba su rostro tan rápido como había llegado. No respondió, sino que se le quedó mirando fijamente.
Tonta. Tonta, tonta, tonta.
Se creía lo suficientemente mayor como para saber distinguir una situación peligrosa, y llegado el momento de la verdad se quedaba parada, embobada por un chico que le parecía guapo.
¿Cómo había averiguado su nombre? ¿Qué más cosas sabría de ella? Su corazón empezó a acelerarse y tensó los músculos de las piernas, preparada para echar a correr.
─Tengo algo para ti ─dijo, metiendo la mano en el bolsillo trasero de sus vaqueros grises.
Extendió hacia ella un papel arrugado. Alejandría dudó, pero acabó por cogerlo, aunque todavía recelosa. Bajó los ojos hacia el papel para descubrir que era una foto. En primer plano vio dos rostros que reconoció enseguida, a pesar del paso del tiempo y de sus recuerdos borrosos. Sus padres, sonrientes, con un bebé regordete igual de feliz en brazos. No pudo evitar sonreír al reconocerse a sí misma, y rozó su cara con los dedos. Luego les contempló a ellos.
Su madre era igual que ella; pómulos altos, pestañas largas, piel bronceada y pelo brillante y negro como el carbón. Sin embargo, tenía los ojos verdes; Alejandría había sacado los ojos oscuros de su padre, que siempre había parecido un intelectual, con expresión despistada y gafas de alambre. Parpadeó para contener las lágrimas, pero no pudo dejar de preguntarse si sería igual de feliz que en la foto de seguir sus padres a su lado.
Alrededor de ellos había mucha más gente, sobre todo hombres y mujeres jóvenes, algunos con niños.
Llamó su atención un crío de unos cuatro años situado en un extremo con cara de enfado, y levantó la vista hacia el chico que tenía delante. No había cambiado nada, salvo porque la mata de cabello negro había desaparecido. Volvió a mirar la foto y siguió examinando caras. Había un hombre que se parecía mucho al chico, seguramente su padre, cogido del brazo de una mujer rubia, y un montón de caras que no conocía.
Le devolvió el papel; se había olvidado del colegio y la regañina que vendría después por parte de las monjas y los del orfanato. Le hubiera encantado quedarse la foto, pero no estaba segura de querer aceptar algo de un desconocido.
─¿Qué es esto?
─Una foto. Se trata de una organización. Los detalles son demasiado enrevesados para que los entiendas ahora, pero digamos que… tratamos de derrocar al gobierno.
Ella abrió mucho los ojos. No pretendían secuestrarla ni venderla en el mercado de trata de humanos, sino reclutarla para una organización terrorista. Quería gritar, quería salir corriendo, pero había algo que se lo impedía. Era como si el chico la tuviese atrapada.
─Sé que es difícil de entender, pero tendrás que conformarte con eso por ahora. Te veré pronto. Por cierto, me llamo Tane ─dijo él antes de salir andando del callejón.
La chica estaba confusa. Aquello no podía haber sido más que un mal sueño. Salió del callejón arrastrando los pies y consultó la hora en su reloj; tal vez llegase a la segunda hora de clase. Lo que vio la dejó todavía más confundida; las agujas marcaban las siete y treinta y uno de la mañana, la misma hora que cuando ese chico… ¿Tane? la encontró. Hubiese pensado que se le había acabado la pila si el segundero no se hubiese movido justo en ese momento.
Miró a su alrededor, a la calle. El mismo ciclista que había visto antes de entrar al callejón seguía atando la bici al poste de una señal. El semáforo de la esquina seguía rojo.
El mundo entero dio una vuelta. ¿Era posible que Tane hubiese detenido el tiempo? Sacudió la cabeza y se puso una mano sobre la frente para comprobar si le había subido repentinamente la fiebre, pero su temperatura era perfectamente normal. No, tenía que haber sido un error. Tal vez era su reloj el que se había detenido, y el ciclista era un chico distinto al que había visto antes. Giró la cabeza a ambos lados de la calle, pero el joven se había esfumado completamente.
Alejandría suspiró y salió corriendo hacia el colegio, como si con ello fuese a dejar atrás todo lo que acababa de pasar.
La primera clase aún no había empezado cuando atravesó la puerta del aula, jadeando.
Se sentó en su pupitre de la primera fila, tan aturdida que ni siquiera se dio cuenta de que la profesora y sus compañeras cantaban el cumpleaños feliz para ella en vez de regañarla o mandarla al despacho del director. Simplemente, seguía sin comprender cómo había llegado a tiempo a la primera clase.
Ese día transcurrió en una bruma; casi esperaba que Tane apareciese por la puerta con una bomba en la mano para hacerse con el control del colegio, o algo parecido.
Cuando por fin sonó el timbre de la última clase, después de un día eterno, casi salió corriendo de clase, a pesar de las miradas del resto de chicas. Alguien la llamó en el pasillo, pero ella no se detuvo. Sacó rápidamente los libros de su taquilla y los metió en la mochila, sin preocuparse de si se doblaban las tapas.
─Ey, Ale ─dijo Mary, apareciendo por detrás de la puerta del casillero─. Te llamé antes, pero no me escuchaste.
Mary era una de las pocas chicas que había intentado hacerse amiga de Alejandría. Era agradable, pero en ocasiones podía llegar a ser bastante pesada.
─¿Ah, sí? Lo siento.
─Habíamos pensado ir al cine esta tarde y tomar algo después. ¿Te apuntas? Así podemos celebrar tu cumpleaños.
Mary sonreía tanto que parecía que sus mejillas regordetas iban a desgarrarse en cualquier momento. La chica fingió que pensaba. Tal vez le vendría bien distraerse, pero quería encerrarse en su habitación para pensar en todo lo que había pasado. Esa era la excusa que se había puesto a sí misma, pero en realidad también estaba deseando pasar de nuevo por el callejón para ver si Tane estaba allí. Había dicho que se verían pronto, y había abrigado en su interior una esperanza algo estúpida.
─No creo que pueda hoy; a lo mejor trabajo de noche. Hablaré contigo más tarde, de todas maneras, pero gracias por avisarme ─mintió, intentando no sonar maleducada.
Mary asintió y se alejó. Ella apoyó la frente contra el metal frío de la taquilla; tenía que relajarse.
Era consciente de que una de las razones más importantes por las que tenía pocos amigos era porque ella misma se cerraba en banda, pero lo achacaba constantemente al haberse visto forzada a ello cuando era una niña. Salió del edificio gris y aburrido y volvió al orfanato con toda la tranquilidad que pudo.
Pasó por delante del callejón donde se había entretenido aquella mañana, y se detuvo a pesar de que se había prometido no hacerlo.
El lugar olía mucho peor que por la mañana; había bolsas de basura en las puertas traseras de los bares, y algunos perros callejeros competían con los vagabundos en la busca de algo de comida. No había ni rastro de Tane.
Algo decepcionada, regresó a su casa.
Alguien le había dicho que el orfanato había sido un refugio en la época el tercer Reich alemán, pero ella no estaba segura. Por fuera era azul celeste con manchas de humedad, pero por dentro estaba bastante bien acondicionado para vivir.
Subió corriendo a su habitación (no había ascensor) y se tiró boca abajo en la cama, que crujió peligrosamente bajo su peso. Por suerte, ese día no tenía que ir a trabajar; no se fiaba de que pudiera sostener la bandeja del bar sin derramar algo o tirar un vaso.
Estaba demasiado intranquila como para hacer sus deberes, así que se limitó a dar vueltas sobre la cama, pensativa. A pesar de estar tan inquieta, poco a poco se fue quedando dormida, y cuando se despertó no sabía distinguir qué había sido un sueño y qué había sido real. Tenía hambre; de lo distraída que estaba había corrido directamente a su habitación, y no había comido nada desde el desayuno. Seguía con la espantosa falda del uniforme, que rozaba ásperamente su piel allí donde la camisa se había movido de su sitio.
Se estiró, adormilada, pero se quedó helada con los brazos por encima de la cabeza. Había alguien en su habitación. Con cuidado, giró la cabeza hacia la ventana.
Allí estaba Tane, con la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados. Se había apoyado en el escritorio, adoptando una postura relajada, y la miraba fijamente. La ventana estaba abierta. A través de ella, se podía ver atardecer.
Alejandría sintió cómo algo le apretaba el pecho y le empezaron a invadir las náuseas. Aunque no valorase su privacidad tanto como lo hacía, que alguien entrase por su ventana para verla dormir era escalofriante, como poco.
─¿Cómo has… cómo has subido?
No dejaban pasar a nadie por recepción fuera del horario de visitas, y era imposible que hubiera escalado cinco plantas por la fachada sin que nadie le viera.
─Hay muchas cosas que todavía no sabes ─dijo él, con una sonrisa torcida.
Esa vez sí que se había peleado con el chico, en lugar de quedarse pasmada con su belleza o de paralizarse por el miedo. Le había gritado, le había amenazado con llamar a la policía y había aporreado la puerta para que el encargado de hacer guardia en el pasillo entrase a ver qué pasaba. Incluso había tratado de pegarle, aunque eso había resultado ser más humillante que otra cosa.
Tane esperó con paciencia hasta que se tranquilizó, lo que bien pudo haber sido cerca de una hora y media. Entonces, se sentó sobre el escritorio y empezó a hablarle. Era la primera vez que Alejandría escuchaba hablar del submundo, la magia y los ángeles como algo real.
El chico le había explicado que los ángeles gobernaban a todos los brujos del planeta, y que eran un gobierno corrupto. Perjudicaban a los pobres en su propio beneficio y no tenían en cuenta a nadie más que a ellos mismos. Le había hablado de guerras en las que millones de inocentes habían muerto por su culpa. Esa no era la idea que Alejandría tenía de los ángeles, y eso fue lo que le respondió.
Tane se había reído, y le explicó que ellos llevaban años intentando luchar contra los ángeles, aprendiendo magia prohibida para intentar derrotarlos.
Y, sobre todo, le prometió que podía descubrir su poder y ayudarla a desarrollarlo. Pero a cambio necesitaba algo; que le ayudase a conseguir libros de magia de diversas partes del mundo. Incluso tendría que llegar al robo, si se daba la situación.
Al principio, ella se había mostrado horrorizada. Robar… ella nunca haría algo así, ni siquiera en caso de necesitad. Le llamó estafador y mentiroso; estaba segura de que solo intentaba aprovecharse de ella y de su obsesión con la magia. Había vuelto a gritarle durante un buen rato, sin que hiciese nada por defenderse.
Sin embargo, él le hizo una demostración de sus poderes; Alejandría descubriría después que eso se llamaba pirotecnia, y que Tane era capaz de hacer muchas cosas más. Y ella también podría subir cinco pisos escalando por una fachada sin que nadie la viese si se unía a ellos. Aunque no quería admitirlo para sí misma, su mente comenzaba a sentirse cada vez más atraída ante la idea de unirse a él.
Le contó que sus padres habían estado en esa organización de la que había hablado antes de que los asesinos enviados por los ángeles les encontraran y los mataran. Al fin y al cabo, habían sido dos de los miembros más importantes del grupo, y de los que más habían hecho contra los ángeles.
Por lo que ella recordaba, sus padres no querrían derrocar a ningún gobierno, por corrupto que fuese. Ellos llevaban una vida tranquila y feliz. Sin embargo, podía ser que el paso del tiempo hubiese borrado detalles sobre sus padres. Eso y la posibilidad de vengar su muerte, por increíble que sonara la perspectiva que Tane le ofrecía, fueron los argumentos que la convencieron para unirse al Inframundo.
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