Alejandría. Capítulo 4.

Salieron de allí antes de que la mayoría de la gente se hubiese despertado; sólo había unos cuantos niños y algunos padres levantados cuando cogieron la furgoneta de Erik, un tremendo cacharro de color verde esmeralda con la chapa abollada. Por lo menos el motor estaba nuevo y no hacía ruido, así que Alejandría podría dormir un rato; estaba agotada, como si el frío, la música y las voces de la noche anterior se le hubiesen metido hasta los huesos.

Dejó que Tane se sentara en el asiento del copiloto y se tumbó en el de atrás, tapándose con la chaqueta de Erik y con su mochila a modo de almohada. Suspiró, encantada; aquel asiento le había servido de cama más veces de las que podía recordar, y la furgoneta se sentía más como su casa que en cualquiera de los sitios en los que hubiese vivido.

Ni siquiera se había molestado en preguntar a dónde exactamente se estaban dirigiendo; no importaba demasiado, solo sabía que no tendría que realizar sola aquella misión. Aunque había pasado muchos años rehusando hacer amigos, nunca estaba de más algo de compañía y de ayuda en el trabajo.

 

Alejandría despertó cuando dejó de notar la vibración del motor debajo de ella. Se frotó los ojos y se incorporó, con la cabeza embotada por el sueño. El forro de borreguillo de la chaqueta de Erik seguía cubriéndola, cosa que agradeció; habían quitado la calefacción de la furgoneta, y fuera tenía pinta de hacer un frío terrible. La lluvia había dado una tregua, pero se había instalado una niebla baja y pegajosa.

La joven metió los brazos en las mangas de la cazadora, demasiado grande para ella, y se apeó del coche; habían parado en un área de servicio junto a una gasolinera, y el olor del combustible flotaba en el aire. Ninguno de sus amigos estaba a la vista.

Muerta de frío, caminó hacia el área de servicio. No le gustaba nada esa niebla; era tan densa que apenas le dejaba ver, y hacía que el ambiente se enrareciera. Al menos, quería pensar que esa incomodidad se debía al mal tiempo.

Dentro de la sala hacía un calor agradable; había varios radiadores dispersos por las paredes, y salía humo de la cocina. A Alejandría no le importaba salir de allí oliendo a la fritanga de los bocadillos con tal de que pudiera quedarse un rato disfrutando de ello.

Recorrió el establecimiento con la mirada hasta que encontró a sus amigos, apoyados en la barra, cogiendo una bolsa con comida para los tres. Se encaminaba directa hacia ellos cuando notó algo raro. Una presencia, y un olor tenue a algo dulzón.

Más joven, había aprendido que toda magia tenía un aura. Algunos la describían como un halo de colores intensos, otros como una música tenue y otros, como ella, la asociaban con el olor. Acostumbrada como estaba a la magia negra, jamás se había parado a percibir su olor, pero si alguien le hubiese preguntado habría dicho que olía a humo o a cenizas. Sin embargo, por debajo del olor del beicon y las patatas fritas, olía a jazmín y a lilas.

Se detuvo en medio de la sala, recibiendo el empujón de una adolescente con mala leche, aunque apenas se dio cuenta. Giró lentamente sobre sí misma, temiendo lo que fuera a encontrarse. Abrió mucho los ojos; sentado en la última mesa, lejos de ella, estaba el mismo chico que había visto en la discoteca, un par de días atrás. La miraba fijamente, y descubrió que tenía los ojos negros. A su lado, había una chica menuda y preciosa, con el pelo rubio recogido en dos trenzas hasta la cintura. También la miraba.

Era como si quisieran decirle algo, pero no pudieran acercarse a ella. Intentó tranquilizarse; desde lejos era bastante difícil descifrar sus expresiones, así que no podía jurar que la estuviesen mirando a ella.

Ambos despedían el mismo aura y, aunque no quería aventurar, parecía que ella llevaba una funda para un arma sujeta a la axila. La joven sintió que se le cortaba el aliento.

Se volvió rápidamente hacia sus amigos, pretendiendo advertirles, pero no le salían las palabras; abrió y cerró la boca varias veces, pero el aire parecía no querer salir. Erik se dio la vuelta para mirarla y ella, a su vez, se volvió para mirar al otro chico, al ángel o lo que fuera aquello. Pero allí no había nadie.

 

Habían vuelto a la furgoneta hacía media hora. Erik, que ahora se encontraba en el asiento del copiloto, le había tendido su bocadillo de tortilla, su favorito, pero no había sido capaz de dar más que un par de mordiscos. Estaba demasiado nerviosa, y el hecho de que sus amigos no hubiesen pronunciado palabra tampoco ayudaba. Se tenían que haber dado cuenta de que algo andaba mal. ¿Por qué no decían nada?

En algún momento, empezó a escuchar gruesas gotas de lluvia sobre el techo de la camioneta. Durante diez minutos más, solo se escuchó el ruido del agua y el chirrido del limpiaparabrisas.

De repente, Tane metió el acelerador hasta el fondo.

─Mierda.

Alejandría se dio la vuelta; al principio, no pensó que sucediera nada extraño. Al cabo de unos segundos, sin embargo, comprendió la razón del repentino acelerón de Tane. Un pequeño coche de color gris plateado les seguía por la autopista, esquivando a los coches y acortando más y más la distancia. La joven lo recordaba por haberlo visto aparcado a la puerta del área de servicio. Una parte de ella deseaba que fuesen imaginaciones suyas, pero no había lugar a equívoco; incluso tenía las mismas llantas de color rosa fucsia en las ruedas.

─Están más cerca ─dijo entre dientes, y Tane aceleró de nuevo, llevándose a cambio unos cuantos pitidos de protesta de los otros conductores.

La lluvia arreciaba, pero la furgoneta verde avanzaba como en un día de verano y como si la autopista estuviese vacía.

Alejandría cerró los ojos, intentando no pensar en que podían matarse en cualquier momento; su amigo había conducido en situaciones peores. Aun así, comprobó que su cinturón de seguridad estaba bien abrochado.

Aunque tardaron un par de horas, acabaron perdiendo de vista al coche gris de llantas rosas.

 

Para cuando llegaron a su destino estaba diluviando, tanto que Alejandría apenas podía ver a unos pocos metros de distancia.

Los jóvenes se apresuraron a salir del vehículo y se refugiaron de la lluvia en el porche de la casa rural donde habían reservado. El interior del lugar, aunque pequeño, resultaba cálido y acogedor.

Los tres chicos estaban empapados, agotados y tensos como un alambre, pero habían conseguido llegar perfectamente a su destino.

Erik se encargó de dar sus nombres a una encantadora mujer con un acento gallego tan pronunciado que Alejandría tuvo que contener una risilla. Cogió la llave que le tendía su amigo y consultó el número grabado en el llavero de madera: 307.

Encabezó la marcha por las escaleras de madera, arrastrando su mochila, y se metió en el baño nada más cerrar la puerta de su habitación por dentro.

El agua le ayudaba a despejarse y a entrar en calor, así que se quedó unos cuantos minutos debajo del chorro caliente. Era una bendición estar allí, en la ducha, sin saber qué hora era y sin pensar en nada más que en las gotitas que le abrasaban la piel.

 

No sabía cuánto tiempo llevaba Tane llamando a su puerta, pero cuando abrió, en pijama y aún con la toalla enrollada en la cabeza, parecía bastante cabreado. El chico la miró de arriba abajo; Erik estaba detrás de él con mirada compungida, como si quisiera pedirle perdón por la conducta de su amigo.

─¿Cómo se te ocurre cerrar la puerta sin dejar ninguna protección?

La joven sintió cómo enrojecía hasta la raíz del pelo. Aunque no le gustase reconocerlo, Tane tenía razón; debería haber sido más cuidadosa y sellar la puerta con magia, más aún sabiendo que alguien les estaba siguiendo.

─Saldremos de aquí en tres minutos.

Alejandría le cerró la puerta en las narices con un bufido, en parte abochornada y en parte porque no le apetecía recibir más reprimendas ni malas contestaciones. Abrió su mochila y sacó las prendas de ropa con parsimonia; cuanto más tuviera que esperar Tane, mejor.

Después de ponerse varias capas de ropa y sus botas de agua, se asomó al pasillo para descubrir que los chicos no estaban allí.

Alucinante, aunque no era ninguna sorpresa; aunque no podían ir a ninguna parte sin ella, desaparecer cuando tardaba demasiado era la conducta habitual de Tane.

Se dirigió a la habitación 308, la de Erik, pero se detuvo con el puño en alto, sin llamar; dentro se escuchaban voces discutiendo.

─Deberíamos contárselo ─escuchó la voz amortiguada de Tane  al otro lado de la puerta.

─¿Para qué? ¿Para que se asuste más? Nunca ha tenido contacto con ellos, Tane. Espera por lo menos a llegar a casa.

─Lo sabe, Erik; le vio a él el otro día, y ya viste su cara esta mañana, en cuanto se dio cuenta de que estaban allí. No podemos ocultárselo mucho más tiempo.

─Pero sabes que tampoco podemos contárselo todo.

Bajó el puño con lentitud. El que hablaran de ella a sus espaldas no le dolió tanto como el que Erik considerase que era una niña incapaz de hacer frente a lo que fuera. Ni siquiera Tane pensaba eso de ella. Al fin y al cabo, se había entrenado en la magia y en la lucha cuerpo a cuerpo, y había demostrado su valía en varias misiones.

Cuando estaba a punto de aporrear la puerta, ésta se abrió, dejando paso a los dos chicos. Alejandría se dio la vuelta sin hablarles y descendió por las escaleras.

Sabía que estaba reaccionado como la niña que Erik pensaba que era, pero no podía ocultar su enfado.

Fuera seguía lloviendo, aunque bastante menos que hacía unas horas. Aun así, hacía frío. La joven se subió un poco más la cremallera de su sudadera y enterró la barbilla en ella. Lamentó haber perdido sus guantes una de las últimas veces que había salido de fiesta; tenía las manos heladas.

Abrió el pequeño paraguas plegable que llevaba en la mochila y esperó a los chicos. Odiaba tener que admitirlo, pero al no haberse molestado en mirar la dirección que Lázaro le había dado, no tenía ni idea de a dónde tenía que ir. Tane se metió con ella bajo el paraguas, y  Erik se caló la capucha antes de empezar a andar. La joven se sentía mal por hacerle caminar bajo la lluvia, pero se obligó a pensar en las palabras que acababa de escuchar y a seguir avanzando.

 

A pesar de que Alejandría tenía un buen sentido de la orientación, se encontraba un poco perdida cuando al fin llegaron a su destino; al fin y al cabo, todas las calles del pueblo parecían iguales, sobre todo bajo la lluvia.

Uno a uno, entraron en una estrecha librería forrada con estantes de madera atestados de libros. Si alguno de ellos trataba sobre magia, la joven no hubiese sido capaz de decirlo.

El interior era oscuro; las lámparas alumbraban más bien poco y no llegaban a los rincones. Aun así, pudo percibir que el polvo se acumulaba en las estanterías; lo único que estaba en un estado mínimo de limpieza era el mostrador, donde reposaba una vieja caja registradora.

El suelo crujió bajo el peso de otra persona, y los tres se volvieron, sobresaltados, pero Alejandría se relajó enseguida; delante de ella tenía a una anciana de pelo blanco y rizado y agradables ojos azules.

─Bienvenidos, hijos. ¿Buscabais algo?

Otro error; la chica no tenía ni idea de lo que habían ido a buscar.

─Sí ─se adelantó Erik, quien le tendió un papel arrugado a la mujer─. Veníamos a preguntar por este libro.

Ella abrió la boca y levantó las cejas, como si hubiese leído alguna grosería en el papel.

─Lamento decirlo, querido, pero no lo tenemos. Era un libro oscuro, sí señor; me lo trajeron ayer por la tarde, y tenía ilustraciones que… ─la anciana se estremeció─. No he podido dormir en toda la noche. Hace apenas media hora han venido un par de muchachos, un chico y una chica, preguntando por él y se lo he vendido. La verdad, me alegro de haberme deshecho de esa cosa tan terrible.

Los tres se miraron entre ellos, asustados. Alguien se les había adelantado y se había llevado un libro importante. Y no les hacían falta palabras para saber quién había sido.

 

Habían pasado todo el camino de vuelta discutiendo sobre el próximo paso, y después de la comida aún no habían decidido qué hacer.

Estaban tumbados en la cama de Erik, desesperados por encontrar una solución; Tane creía que debían salir a hacer una redada por el pueblo, porque sus enemigos podían seguir allí. Erik, sin embargo, consideraba que ya les llevaban mucha ventaja, y que debían regresar a Madrid para informar a Lázaro.

Alejandría alternaba la mirada entre el uno y el otro; le parecía increíble que estuviesen hablando de “sus enemigos” y no tuviesen la consideración de explicarle a quién se estaban enfrentando y por qué. Sabía que se trataba de brujos blancos, lo había sentido, pero hasta ahí llegaban sus conocimientos.

Se levantó y se dirigió a la puerta.

─¿A dónde vas? ─preguntó Tane.

─A echarme un rato hasta que alguien se digne a contarme qué pasa.

Y sin tener en cuenta a su amigo, que le exigía que volviera, se encerró por dentro en su habitación. Esa vez sí tomó la precaución de levantar una protección mágica en torno a puertas y ventanas.

 

Tane había estado llamando a su puerta durante diez minutos, suplicándole que le dejase entrar. Incluso había intentado derribar su escudo, aunque no se había atrevido a más que a unas pequeñas descargas de energía por el miedo a exponerse ante los humanos normales del piso de abajo.

─Puede que tuvieras razón ─escuchó la voz de Erik al cabo de un rato─. Déjala; necesita rumiar el enfado. Hablemos con ella por la mañana.

Ya se había hecho de noche y ni siquiera la habían llamado para cenar. Se moría de hambre y necesitaba algo de aire fresco, pero no quería encontrarse con sus amigos en el comedor y enfrentarse a más mentiras y secretismos.

Después de terminarse el bocadillo de la comida, abrió la ventana de su cuarto. El aire gélido del invierno le azotó la cara y sonrió. Decidió transformarse; si no podía salir por la puerta, lo haría por la ventana.

Un pequeño gato negro, con los ojos de color amarillo intenso, sustituyó a la joven que se encontraba sentada en el alféizar.

Segundos después, el felino se perdió en la oscuridad.

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