Cuando despierto, veo un techo de color gris. Es como el de mi habitación de la Academia. Sin embargo, la superficie debajo de mí no es blanda como mi colchón, sino más bien como si me hubiera quedado dormida en el suelo. A pesar de que ya es junio, hace frío.
Poco a poco me voy dando cuenta de que no estoy en la Academia. Varias veces me he dormido en el suelo de la habitación, cuando mis amigas me visitaban por las noches y ocupaban toda mi cama. Sin embargo, el suelo que hay debajo de mí no es el cálido parqué de la Academia, sino de metal frío; incluso puedo sentir la leve vibración de un motor por debajo de mi espalda. Hay unas lámparas cutres que dan una luz temblorosa, pero no entra luz natural por la ventana. Tampoco se escucha cantar a los pájaros, ni el tráfico, ni las voces de los estudiantes por el pasillo.
Estoy desconcertada; no sé dónde estoy. Me incorporo, pero siento una punzada de dolor en la sien que me hace tumbarme de nuevo. La habitación da vueltas a mi alrededor, así que cierro los ojos y respiro profundamente hasta que pase el mareo. Mi estómago gruñe, vacío, pero aun así creo que voy a vomitar.
Intento rescatar de mi mente los acontecimientos de las últimas horas, y la realidad me crea un nudo en la boca del estómago. Estoy en la nave. En la Siete Torres. En manos de mis enemigos.
La cabeza me sigue palpitando. No entiendo cómo pudo alcanzarme el hechizo; se suponía que el campo de fuerza de Ben debía protegerme. Tal vez se distrajo, o consideró que debía enfocar su fuerza en protegerme de Ángela. No lo sé.
Y Sullivan… Me siento de repente, provocando que todo me dé vueltas otra vez. No hago caso e intento buscar una puerta, pero todo está tan borroso que no distingo las formas a mi alrededor. Frustrada, me dejo caer. ¿Dónde estaba Sullie cuando Ben me tiró al suelo? La idea de que le estén torturando en cualquier otro lugar de la nave o, aún peor, de que le hayan matado, hace que se me revuelva el estómago.
Intento no pensar en él, y tampoco en Chuck, pero los recuerdos no dejan de taladrarme el cerebro, haciendo que me duela aún más la cabeza.
Me abrazo las rodillas, aún tumbada, y lloro de frustración. Las personas que lo han dado todo por mí, ahora seguramente lo estén pagando en una sucia celda, siendo golpeados o Dios sabe qué.
No sé cuánto tiempo paso así, llorando en posición fetal, pero cuando se me acaban las lágrimas y me siento en el suelo ya no me duele la cabeza. Es entonces cuando me dedico a examinar la sala.
Nadie diría que me encuentro dentro de una nave espacial inmensa; la habitación se parece más al cuarto de una cárcel que a otra cosa. Las paredes son lisas y grises, sin ventanas, lo que hace que el lugar parezca mucho más pequeño. En la pared opuesta a mí hay una puerta, pero ni siquiera me molesto en abrirla. Aunque consiguiera escapar, seguramente hayamos abandonado la Tierra, y no me agrada la idea de tirarme al espacio. Tampoco hay muebles. No veo ningún interruptor, aunque la lámpara encima de mi cabeza brilla con fuerza.
Compruebo todas las esquinas buscando cámaras o micrófonos. Nada. Doy vueltas por la habitación, sin poder dejar de pensar en Sullie, en Ben, en Chuck. Estoy desquiciada; no entiendo cómo han conseguido reducirnos, y quiero saber lo que les están haciendo. Sobre todo, quiero sacarles de aquí.
Mis intentos de trazar un plan son en vano; siento pinchazos en la cabeza, tengo hambre y sigo empeñada en imaginar todos los destinos horribles que pueden haber sufrido los míos. No puedo pensar. Incluso me cuesta creer todo lo que nos ha pasado en las últimas horas.
Me siento con la espalda apoyada en la pared y las piernas cruzadas, mirando fijamente a la puerta. Antes o después, alguien tendrá que pasarse a ver si estoy despierta, y entonces intentaré conseguir información.
Intento dejar la mente en blanco, pero hay una vocecita que no para de recordarme todo lo que puede salir mal. ¿Y si me matan? ¿Y si matan a Ben, a Chuck o a Sullivan para obligarme a unirme a ellos?
El tiempo se desliza lentamente, y yo creo que me voy a volver loca dentro de este con sus paredes iguales, sin nada que rompa la monotonía. Me levanto y camino de un lado para otro, como siempre que estoy nerviosa. Marq solía decirme que cualquier día iba a cavar un surco en el suelo de los paseos que doy antes de cualquier examen o cosa importante. Un nuevo dolor me atraviesa el cuerpo. Espero que el resto de mi familia esté a salvo.
Cuando me he cansado de caminar me siento de nuevo, con la mirada perdida. No tengo ni idea del tiempo que ha pasado desde que me capturaron.
Estoy tan enfrascada en mis propios sentimientos que no soy consciente de que la puerta se ha abierto hasta que tengo a cuatro personas delante de mí.
Ángela está franqueada por ldos guardias que ya conozco, los que bajaron con ella de la nave la primera vez que nos vimos. La mujer me mira con una expresión despectiva, y los otros dos muestran muecas bobaliconas. La humillación me invade de repente. Humillación por la forma en que me han atrapado, por no poder ni siquiera salir de esta celda y no saber nada de Sullie.
Intento relajarme y centrarme en el grupo.
La cuarta persona me resulta familiar y desconocida al mismo tiempo. Lleva la misma ropa que el resto: botas negras, pantalón, camisa y capa del mismo color y charreteras doradas en los hombros de la capa. Un broche con forma de mano, también plateada, sujeta un nudo perfecto. Su rostro es totalmente inexpresivo; lleva el pelo rubio, habitualmente desordenado, perfectamente peinado hacia atrás. Sin embargo, a pesar de la ausencia de su habitual sonrisa, esos ojos verdes son los mismos que me encantaron nada más verlos por primera vez. El cuarto hombre no es nada menos que Ben.
Le miro y le sonrío débilmente, pero su expresión no varía lo más mínimo. Entrecierro los ojos e intento buscar algún signo de que le hayan torturado. Su cara está libre de magulladuras.
Igual le han hecho algo, le han insertado algo en el cerebro para que no me reconozca. Me estremezco; casi prefiero que le torturen.
─Me alegra saber que ya estás despierta ─dice la mujer, distrayéndome de mis conjeturas.
─¿Dónde está mi hermano? ¿Y Chuck? ─digo antes de que las emociones empiecen a desbordarme de nuevo.
Ella suelta una carcajada.
─Está bajo nuestra protección.
Suelto una exclamación ahogada; tengo la sensación de que esa “protección” es de todo menos buena para ellos.
Ángela vuelve a reír.
─Tranquila, están vivos. De momento. Benjamin, átala.
Ben da un paso adelante. Hace aparecer una cuerda de la nada y hace que se enrosque en torno a mis manos y a mis pies. Estoy tan desconcertada que por un momento me olvido de resistirme contra mis ataduras. ¿El poder de Ben no era crear campos de fuerza?
Mi parte racional, o al menos aquella que todavía es capaz de pensar por debajo del dolor y de todas las emociones, empieza a discurrir. Si es capaz de hacer campos de fuerza y de que aparezcan cosas de la nada… Significa que es como yo. Que sus poderes se extienden a varios ámbitos.
Intento detener mis pensamientos en ese punto, pero mi mente sigue queriendo torturarme. No puedo evitar relacionar el hecho de que Ben sea como yo y el que el campo de fuerza fallara y el que ahora él vaya vestido igual que los otros soldados. A pesar de lo que parece evidente, no quiero creerlo. Ben nunca ha estado de mi parte; es uno de ellos.
Me he resistido. He gritado. He llorado y suplicado que suelten a Sullie y a Chuck.
Sin embargo, no ha servido de mucho. Han probado de todo para intentar convencerme de que me ponga de su lado. Me han pegado, amordazado, lanzado todo tipo de hechizos e incluso negociado conmigo. Y lo mejor es que Ben no ha movido un dedo para ayudarme.
Ahora estoy acurrucada en una esquina, llorando, dolorida y humillada.
Intento recomponerme, pero las lágrimas no dejan de salir. Las torturas son horribles, pero puedo soportarlas. Lo que me duele es pensar en Sullie y en Chuck, que estarán en otra parte de la nave sufriendo lo mismo o más que yo. Y me duele pensar en Ben.
He intentado justificar sus acciones, pensando que tiene un plan para sacarme de aquí. Pero la mayoría de mis heridas las han causado sus botas y sus puños.
Recuerdo que le dije que apenas sabía de él. Pero yo pensaba en ñoñerías, como en su color favorito y la fecha de su cumpleaños, no en que era un traidor que me pondría en manos de unos enemigos que me convertirían en una soldado descerebrada y obediente.
Me limpio la cara con el puño de la camisa, que ya está empapado. Ahora me doy cuenta de que es la camisa burdeos que llevaba Ben la última noche que estuvimos en Egipto. La noche que pasamos juntos. Aunque tengo la nariz taponada de tanto llorar, sé que sigue oliendo a su colonia.
Quiero quitármela y lanzársela a la cara la próxima vez que lo vea, quemarla o lanzarla al espacio. Pero desprenderme de ella sería eliminar de mi vida lo único bueno que me queda de él, en el caso de que alguna vez haya habido algo bueno.
Debe de haber pasado más de un día, porque mi estómago hace ruido y me duele más que cuando desperté. Las piernas me dan calambres por haber estado horas en la misma posición, pero no me muevo. Tengo mucha hambre y la cabeza me da vueltas; me pregunto si me tendrán sin comer hasta que decida unirme a Rak-ba.
La respuesta llega un rato más tarde, no sé si horas o minutos. Ya he dejado de intentar averiguar el paso del tiempo. La puerta se abre, dejando pasar a dos mujeres vestidas de negro, no como los soldados, sino con ropas anchas y sin forma. Una lleva una bandeja pequeña con un trozo de pan y un plato pequeño. Supongo que, al fin y al cabo, soy demasiado importante como para dejarme morir de hambre.
La otra lleva un fardo de ropa negra bajo el brazo.
─La general suprema nos ha pedido que te traigamos esto ─dice la de la bandeja, posando la comida sobre mis rodillas─. Podrás ducharte después.
Me asombra encontrarme un mínimo de amabilidad en este sitio; tal vez no sepan a quién están sirviendo, o quizás saben que las matarán al más mínimo error. Intento sonreír hasta donde me permiten mis heridas.
─Gracias ─digo, pero tengo la cara tan hinchada que no sale más que un murmullo.
Me cuesta mucho comer la sopa y el trozo de pan, pero aun así lo hago; no sé cuánto tardarán en volver a darme de comer, y no quiero volver a pasar un rato como el de las últimas horas.
Cuando termino intento levantarme, lo que me lleva cuatro intentos; sigo estando débil a pesar de la comida. Ninguna de las mujeres me ayuda, pero lo comprendo.
─Sígame ─dice la que lleva la ropa, y abre la puerta tras ella.
Por un momento, me quedo helada en mi sitio. ¿Qué me encontraré fuera de estas cuatro paredes? Intento volver a la realidad y salgo al exterior antes de perder a mi guía.
Si me esperaba una nave militarizada hasta el extremo, la verdad es que me decepciono. La verdad es que la parte en la que estoy parece una ciudad erigida sobre varios pisos, que se van estrechando según ascienden. A mi paso me encuentro puertas cerradas con rótulos a los lados que rezan gimnasio, vestuarios o sala de material.
Todo está extrañamente vacío, salvo por personas que caminan con la mirada baja y llevan la misma ropa negra y amplia que las mujeres que me siguen. Personal de servicio, supongo.
El pasillo por el que vamos es aséptico, con paredes y suelo de metal gris pálido.
La mujer que va delante de mí abre una puerta y me indica que entre. La sala entera está alicatada en blanco. A mi izquierda veo una hilera de duchas enfrentada a otra de aseos individuales. A la derecha del todo hay cabinas que parecen vestuarios y algunos lavabos.
Una de las mujeres me tiende una toalla que ha sacado de un armario junto a las duchas, y yo no me hago de rogar. Me meto en una de las cabinas, me quito la ropa y la saco por encima de la puerta.
El agua, sorprendentemente caliente, es lo mejor que me ha pasado en el último día, aunque hace que me escuezan las heridas. Por lo menos ya no tengo frío. Me tomo mi tiempo para lavarme bien el pelo y frotarme la sangre seca.
Me envuelvo con la toalla y abro la puerta de metal de la ducha. Me da vergüenza estar medio desnuda en presencia de dos desconocidas, pero ellas me pasan rápidamente el fardo de ropa y me apresuro a dirigirme a los vestuarios. Las prendas no son muy distintas a las que lleva toda la gente que he visto hasta ahora, aunque yo cuento con una sudadera y unos calcetines calentitos, todo negro. La verdad, me sorprende la diferencia de trato que ha tenido Ángela para conmigo; primero hace que sus secuaces me machaquen físicamente, y ahora me permite comida, ropa y una ducha caliente. Tal vez se piense que si me trata bien conseguirá más que pegándome.
Suspiro profundamente. Tal vez pueda hacer un trato con ella; quizás, si me promete liberar a Chuck y a Sullivan… Sacudo la cabeza. No lo hará, aunque decida formar parte de su ejército. Al fin y al cabo, son la garantía de que permaneceré a su lado.
Sin embargo, intentaré mantenerles a salvo tanto como pueda; espero ser importante para la organización como para que tengan en cuenta mis prerrogativas.
Miro la ropa que está tirada en el suelo; la camisa de Ben y unos pantalones de pijama. Una parte de mí quiere agacharse a recoger la camisa; sin embargo, no lo hago.
Ahora mis planes se centran solo en Chuck y mi hermano; Ben ha muerto para mí. Algo dentro de mí se resiste a esa idea, pero me centro en todo lo malo que me ha hecho pasar. Es mi enemigo; no puedo permitirme dudas.
Las mujeres me llevan de vuelta a la celda. Es deprimente regresar a este ambiente monótono, pero intento mantenerme serena y confiada en mí misma. Si Ángela me quiere, por lo menos tendrá que escucharme.
Desafortunadamente, nadie me ha dado un reloj, así que mi percepción del tiempo sigue estando distorsionada.
Espero tranquilamente a que llegue Ángela o cualquiera de sus guardias, pero solo aparece un hombrecillo con otra bandeja de comida, justo cuando mi estómago empezaba a hacer ruido otra vez.
Después de la cena, consistente en un trozo de carne seca y un vaso de agua, he empezado a amodorrarme. ¿Por qué nadie viene? Mi mente juega con diversas conjeturas. ¿Y si han decidido prescindir de mí? Igual me dejan morir aquí…
Sumida en esos pensamientos, acabo por quedarme dormida.
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