
Mis amigos están tirados en mi habitación mientras yo preparo la mochila.
─Sigo sin comprender cómo te cabe todo ahí ─dice Abbie, mirando la pequeña bolsa azul sobre mi cama.
Wielia corta a Chuck antes de que empiece a hablar de procedimientos mágicos avanzados.
La mochila es realmente pequeña, apenas una bolsa con forma de saco con un par de correas finas para sujetarla a la espalda. Sin embargo, su fondo está ampliado mediante magia. El tío Maurice me la trajo de una de sus misiones en Moscú cuando yo tenía seis años, y desde entonces me ha acompañado en todos mis viajes. Está tan desgastada que una de las cuerdas está a punto de romperse. Debería plantearme comprar otra, pero la tengo demasiado cariño como para sustituirla.
Ya he metido unas cuantas prendas de ropa, que incluyen mis pesadas botas marrones de estilo militar que tengo desde los nueve años y libros de lectura, pero no parece llena, y tampoco pesa demasiado.
─¿Tú no vas a ver a tus padres? ─le pregunto a Abbie.
Sus padres viven en Nueva York, igual que los míos. Por lo que sé, se dedican a controlar los viajes de brujos, de la Tierra y otros sitios, que van y vienen de la ciudad.
Mi amiga se encoje de hombros.
─Están demasiado ocupados.
A veces, agradezco que mis padres no tengan un trabajo que les requiera tanto tiempo como para no recibir a sus hijos; mamá es investigadora, y papá lleva la contabilidad de la delegación de brujería en la ciudad. Por lo menos siempre están uno de los dos en casa.
Suspiro y termino de preparar mi equipaje.
Antes de comer, decidimos salir a la calle. No está prohibido que demos un paseo en nuestros ratos libres, pero sí nos controlan bastante, sobre todo en los primeros cursos.
Recuerdo que no nos dejaron salir del edificio por nuestra cuenta hasta mediados de tercero porque nuestros poderes no estaban controlados. Una vez, durante una práctica en el exterior del curso de Marq cuando yo estaba en segundo, un par de alumnos decidieron que sería divertido extraviarse del grupo. No sé qué pasó, pero acabó con una línea de metro cerrada durante tres meses y los dos chicos expulsados de la Academia para siempre.
No sé lo que significaría para mí que me echaran; simplemente, me avergonzaría de mí misma al no verme capaz de acatar un par de órdenes sencillas. Por eso es por lo que trato de no meterme en líos y siempre he intentado no causar catástrofes con mis poderes.
El sol de la primavera es agradable, así que vamos al pequeño parque que está frente a la Academia y nos tumbamos en la hierba, al sol. Wielia no parece cómoda.
─Los terráqueos vais a conseguir matarme con este frío.
Río suavemente. Fiiera, su planeta, está caracterizado porque el sol brilla casi todo el tiempo, por las corrientes de aire caliente y el suelo arenoso; es parecido a los desiertos terráqueos, pero mucho más árido.
Es agradable quedarse aquí tumbados al sol, sin nada que hacer. Tengo ganas de que acabe el curso; ya empieza a hacer bueno, y es un poco deprimente seguir esperando los resultados de los finales. Me tumbo en la hierba con las manos detrás de la cabeza. Por encima de las ramas del árbol bajo el que estamos se ve el cielo azul sin nubes, y el aire huele a primavera.
Cuando empezamos a tener hambre, regresamos a la Academia.
─Ey, preciosas ─nos grita un grupo de chicos cuando nos cruzamos con ellos en el paso de cebra. Gracias a un hechizo básico de camuflaje, la piel rosa de mi amiga no llama su atención.
No soy del tipo de chicas que reciben la atención de los chicos; soy más bien retraída y con tendencia a vestir ropa amplia y no usar maquillaje. Es por eso que no sé cómo reaccionar a los piropos, así que no me siento a gusto hasta que hemos cruzado la puerta de la Academia.
Abro mi buzón antes de ir a la cafetería y encuentro un sobre de papel grueso y de un blanco brillante; el remitente y la dirección están escritos con letra redonda y pulcra. Algo así sólo puede haber salido de casa de mis padres. Cristal y Kenzie están en casa, pero claro que me pueden hacer un hueco. Sonrío, alentada por la expectativa de ver a mis hermanas; ni siquiera la estúpida teoría de Chuck consigue bajarme el ánimo esta vez.
Justo después de la comida, me despido apresuradamente de mis amigos y recojo mis cosas. Presento el permiso en recepción y me alejo andando.
Mi casa está lo suficientemente cerca como para no tener que tomar el transporte público; además, me gusta caminar. Mi mente vuela de nuevo a los exámenes de ayer, pero lucho por desterraros de mi mente, solo para conseguir escuchar la voz de Chuck en mi cabeza. “Puedes hacer grandes cosas”. Sí, como beber más cerveza que nadie y cursar más de diez asignaturas al año. Intento que no me afecte.
Mi edificio está a siete manzanas de la Academia; es un rascacielos de hormigón y cristal bastante feo. Hasta que yo cumplí seis años vivíamos cerca de los abuelos, en una casa alejada en el campo. Cuando dejé de generar catástrofes a mi alrededor, o al menos problemas de mayor importancia, mis padres decidieron mudarse a un entorno más urbano que nos ahorrase coger autobuses para ir a la ciudad a estudiar o hacer compras. Por aquel entonces, Sullivan, Kenzie y Henrie ya se habían independizado, y solo quedábamos cuatro viviendo en casa, así que encontrar un piso adecuado fue más fácil que si hubiésemos estado los siete. Aun así, mis padres se encargaron de buscar un piso lo bastante grande como para caber todos en caso de reunión familiar.
Creo que para papá fue difícil dejar atrás el campo, pero lo ha sabido llevar, aunque vuelve siempre que puede. He heredado de él ese amor por lo rural.
Solemos ir a casa de los abuelos por lo menos dos o tres veces al año, a pesar de que no hemos conseguido vender la casa en la que vivíamos antes; se notan las diferencias entre la piedra vieja y la nueva en aquellos lugares en los que mis padres se vieron obligados a reconstruirla. Todavía sigue existiendo el profundo socavón de tierra que causé yo cuando, a los cinco años, intenté escaparme de casa porque Marq me había insultado. Y, sobre todo, ahí está el viejo y tétrico “búnker” en el que mis padres metían a Lianna cuando sus poderes se desestabilizaban para evitar que hiciese daño a alguien.
Todos tenemos una copia de las llaves de casa, a pesar de que ninguno pasamos por aquí mucho. Abro la puerta principal y entro en el portal; hace un calor horrible. Las numerosas plantas colocadas en macetas horteras de piedra no ayudan precisamente.
Saludo con una inclinación de cabeza al portero, que es nuevo. Mi madre me ha hablado mucho de él, como si de verdad quisiera vernos juntos. Venga ya.
En el ascensor, pulso el botón con el número tres. Después de vivir en la decimotercera planta de la Academia toda mi vida, tres pisos son una altura ridícula.
Estoy buscando la llave de casa cuando la puerta se abre de golpe. Alguien se lanza sobre mí y me abraza tan fuerte que casi me parte en dos. Reconozco la figura de Cristal, y la abrazo con la misma fuerza.
Ella lanza un gritito y ríe, justo antes de levantarme en el aire. A pesar de que es un poco más bajita que yo, tiene una fuerza y una energía increíbles.
Por encima de su hombro veo a papá y a mamá, sonriendo. Me separo de mi hermana y corro hacia ellos para abrazarles. Nunca sabes lo que echas de menos algo hasta que estás interna a solo unas calles de distancia durante todo un año.
─Anda hijas, pasad ─dice mamá, y Cristal y yo entramos.
Mucha gente piensa que no me parezco a mamá porque ella es rubia y tiene los ojos oscuros, pero aparte de eso tenemos el mismo cuerpo y los mismos rasgos.
Cristal es igual a papá, a pesar de tener media cara llena de piercings, cicatrices y heridas en las manos y el pelo negro más corto de un lado que del otro. Es exploradora; empezó a trabajar a los pocos años de empezar yo los estudios, y fue ella principalmente la que me descubrió el mundo corriente en la Tierra. Cuando cumplí los catorce me regaló un libro de historia de la Tierra, y el año pasado un teléfono móvil como los de los humanos, que funciona y todo, aunque casi no lo uso. Ninguna persona que conozco usa móvil salvo, quizás, Chuck, que está algo así como obsesionado con la tecnología humana.
─¿Y Kenzie? ─pregunto.
─Estaba demasiado ocupada; acaba de regresar de un viaje a Irak y tenía que dar el informe. Supongo que vendrá para la cena.
Mi hermana Kenzie trabaja para el Gobierno, igual que mamá y papá, solo que es embajadora. Tiene constancia de todas las actividades en otros países de brujos afincados aquí, y viaja cada poco para solucionar toda clase de problemas en el extranjero. Incluso ha visitado algún que otro planeta. Y está tan obsesionada con el trabajo que ni siquiera ha pasado por casa después de un viaje desde Irak.
Sin embargo, recién graduada fue exploradora. Me cuesta imaginar a la remilgada de mi hermana luchando contra los humanos, porque parece hecha para rellenar formularios y llevar a cabo relaciones diplomáticas.
Cristal y yo nos apoltronamos en el sofá a ver la tele. Hace calor, pero no tanto como para que las piscinas públicas estén abiertas, cosa que me encantaría en este momento.
Mi hermana es como un torbellino; se dedica a ponerme al día de los últimos chismes de sus amigos y a hablarme del último chico al que ha conocido hasta el punto de hacer que me duela la cabeza.
A media tarde, decidimos bajar a nuestra cafetería. La llamamos nuestra porque somos prácticamente los únicos clientes habituales. Solemos ir allí a tomar infusiones en invierno y granizados de frutas en verano.
Hay poca gente que conozca La Fontana, que es realmente como se llama la cafetería. Está en una estrecha bocacalle con la que hace esquina nuestro edificio.
Inmediatamente me llega el olor a café, hierbas y la madera pulida del suelo y de la barra. La Fontana es un sitio pequeño, decorado de manera rústica. Las estanterías de detrás de la barra no están llenas de botellas sucias de alcohol, sino de ordenadas cajas de infusiones y café de todos los tipos. El suelo y las paredes son de madera, y hay cómodos sofás distribuidos por todo el local. También hay botecitos con barras de incienso ocultos entre las cajas; mamá odia ese olor, pero a mí me encanta, a pesar de que marea un poco.
Parece increíble encontrar un sitio así en una ciudad tan grande.
El dueño, un hombre grande con poco pelo de color blanco, se afana fregando tazas. Sonríe al vernos entrar.
─Pasad y sentaos.
Se mete el trapo en uno de los bolsillos del delantal azul marino. Con su camisa a cuadros y su barriga, Herbert está igual que siempre.
─Me alegro de veros. ¿Qué os pongo?
Me acodo sobre la mesa y ojeo la carta, aunque ya sé lo que voy a pedir.
Herbert nos trae las cosas apenas unos minutos después, y Cristal arruga la nariz al ver mi infusión con anís.
─¿Cómo puedes beber eso? Huele mal.
Le echo una mirada significativa a su café solo; siempre me meto con ella diciéndole que es agua de fregar.
─Bueno, Sky -.dice mi padre, mirándome desde el otro lado de la mesa─ ¿Qué tal tus exámenes?
La voz de Chuck resuena en mi cabeza como si fuera un disco rayado que no puedo quitar. ¿Y si tiene razón? Cierro los puños sobre la mesa, asustada.
─¿Sky? Mi amor, ¿estás bien? ─pregunta mamá, alargando una mano para coger la mía.
Mamá es capaz de preocuparse por paranoias sin fundamento que ella misma se imagina, pero sabe que hoy estoy preocupada por algo.
─Claro, solo cansada ─digo, sonriendo brevemente─. Los exámenes fueron bien.
Papá y mamá se miran, y por un momento creo que saben en lo que estoy pensando, pero inmediatamente cambian de tema.
─¿Y Marq? ¿Le has visto?
─Ayer por la mañana. Pero no hemos hablado; estará ocupado.
Mi hermano hace los exámenes dentro de dos semanas y de su número de aprobados dependerá si se gradúa o tiene que quedarse un año más en la Academia. Por su bien y el mío, espero que estudie; no puedo imaginar lo que sería estar en la misma clase que mi hermano.
Intento desviar el tema de conversación, y consigo que Cristal hable de su trabajo; aunque es información confidencial y no puede contarnos demasiado, sí habla lo suficiente como para que yo empiece a soñar con graduarme. Solo me imagino haciendo ese mismo trabajo.
Mientras tanto, papá y mamá me lanzan miradas preocupadas y a veces cuchichean entre ellos. Finjo que no me doy cuenta; se preocupan demasiado. Puede que ser la séptima hija de dos séptimos hijos sea la teoría más plausible de Chuck hasta el momento, pero eso no quiere decir nada. ¿Verdad?
Empieza a acercarse la hora de la cena cuando vamos a casa. Mientras mamá y papá hacen la cena, Cristal se encierra en su cuarto con el heavy metal a todo volumen y yo me pongo unos pantalones ajustados que me llegan por las rodillas y una camiseta rosa de manga corta y salgo de nuevo.
Las calles de Nueva York no son buenas para salir a correr; están demasiado llenas y hay muchos coches y semáforos que se hacen eternos.
Por eso es por lo que suelo ir siempre a Central Park, que está a apenas una manzana.
Me encantan las zonas verdes; la montaña, la casa de la abuela, e incluso la azotea de la Academia, que tiene tres macetas con flores mustias porque nadie sube nunca a regarlas. Un verano que pasamos en casa de los abuelos, subí en bici a un pequeño lago perdido en medio de las montañas y pasé allí un día entero, simplemente mirando la naturaleza, sacando fotos y escribiendo todo lo que se me pasaba por la cabeza.
En cuanto entro en Central Park, respiro hondo y me quedo mirando a mi alrededor, como hago siempre.
Gente haciendo fotos, grupos de jóvenes tumbados en la hierba, parejas paseando, gente haciendo deporte… Hay muchísimos árboles, de los que caen nubes de polen tan densas que casi parecen nieve. Agradezco no ser alérgica; Chuck ha llegado a llevar mascarilla en primavera. Pronto me inunda el olor a verde que me ha encantado desde siempre.
Me pongo los auriculares, los conecto al móvil que me regaló Cristal y sintonizo mi emisora de radio favorita. En humanología nos han explicado qué es la radio y cómo funciona. Mientras corro, me siento como si fuera una humana más. Como si mi vida fuera sencilla, en lugar de depender de aprobar las mil asignaturas que tengo y de unos poderes que ni siquiera sé si son buenos o me van a dar problemas.
Hago un recorrido de cinco kilómetros y, agotada, regreso a casa.
Mi familia está a punto de sentarse a la mesa cuando llego. Kenzie ha llegado ya, y tiene el mismo aspecto de siempre: el pelo castaño claro perfectamente colocado, las gafas de alambre limpias y un traje azul marino impoluto con corbata.
A veces admiro la perfección de mi hermana; yo no soy capaz de mantener mi pelo mínimamente ordenado, ni de organizar enormes montañas de papeles por temas, ni de trabajar, viajar, hablar quince idiomas, hacer deporte y preparar el examen de análisis de la conducta humana a la vez.
Sin embargo, en otras ocasiones me irrita que sea así, como si no fuera una persona normal, o como si fuera demasiado para el resto o no tuviese momentos de debilidad.
Mi hermana hace un amago de abrazarme.
─Estoy sudando, Kence ─digo, y ella hace una mueca. No le gusta el diminutivo de su nombre. Supongo que es demasiado madura y perfecta como para motes.
─Por lo menos dame un beso ─dice, alegre.
Le planto un beso rápido en la mejilla.
─¡Ahora vengo! ─digo antes de encerrarme en el baño.
Tardo diez minutos en darme una ducha de agua fría y vestirme con una camiseta amplia y unos pantalones de chándal manchados de lejía, mi uniforme oficial cuando estoy en casa. Tengo que darle unas cuantas vueltas a la cinturilla de los pantalones, que son de esos de colores chillones y “crecederos” que compran las madres cuando tienes ocho años y te siguen quedando gigantescos a los diecisiete.
Me siento al lado de Cristal y me echo una buena cantidad de ensalada de arroz. Mis padres no han cambiado la mesa que ocupa tres cuartas partes del comedor y donde comemos todos en navidad. Tiene marcas de quemaduras y de cosas que ni siquiera se sabe qué son y que llevan ahí toda la vida.
Mi hermana es zurda y no para de meterme el codo en el plato de lo mucho que lo saca para comer, y yo acabo dándole golpes tan fuertes que el brazo le rebota contra la mesa.
─¿Qué tal el trabajo, Kenzie?
Mi hermana se encoge de hombros.
─Ya sabes, el papeleo es el papeleo; en Irak hay una cantidad de problemas impresionante, más de lo que me esperaba. ¿Sabéis que encontré a un tío que…?
Kence empieza a contar una historia sobre un hombre al que le faltaban los dos brazos por un hechizo y le salían serpentinas de los muñones, pero yo no atiendo.
En situaciones como ésta, cuando no usa un vocabulario difícil, se le sonrojan las mejillas y se traba un poco al hablar se parece más a la hermana que me ayudaba con las redacciones de idiomas y con la que hacía guerra de almohadas.
La semana transcurre rapidísimo. Cristal se marcha el jueves y Kenzie el sábado, así que me quedo el domingo sola con mis padres.
Hago bollos suizos con mamá y juego a fútbol dentro de casa con papá cuando ella baja a comprar a la tienda de veinticuatro horas.
Por la noche estoy viendo un concurso de talentos humano en la televisión. Cualquiera que entrase en mi casa no se imaginaría que aquí viven nueve brujos, debido a lo corriente y… humana que es. Supongo que, cuando nos mudamos a la ciudad, mamá y papá asumieron eso. Por mis vagos recuerdos de la infancia, sé que en el campo podíamos hacer magia libremente sin que nadie se diese cuenta, siempre y cuando no incendiásemos el bosque o arrancásemos un árbol de raíz. Cuando yo era muy pequeña y aún no controlaba mis poderes, les enseñé a un grupo de niñas del pueblo cómo mi pelo cambiaba de color. Mis padres casi me matan, pero yo no entendí qué había hecho mal hasta mucho después. Aún me lo siguen recordando.
Desde que vivimos aquí, no usamos la magia para nada. Sé que hay colonias de brujos asentadas en distintos lugares, pero mis padres prefirieron un sitio cercano a la Academia.
─Cariño, te he comprado comida y cosas para la Academia ─dice mi madre desde la cocina mientras yo veo cómo una mujer que parece de goma se mete dentro de una caja.
─Gracias mamá ─grito, vocalizando mucho. Mi madre no me entiende cuando hablo ni aunque esté entada a mi lado─. Ya lo llevo luego a mi habitación.
Ella apaga la luz de la cocina, me acaricia la cabeza y se va a su habitación. Yo me quedo tumbada en el sofá, cambiando de canal, hasta que empiezan los programas de adivinación. Pongo los ojos en blanco y apago la televisión. Esa gente no sabe lo que es la verdadera magia, ni siquiera se acercan al concepto real.
Me quedo en el salón un rato más, mirando la ciudad por las enormes ventanas de casa. Echo de menos a mis amigos, pero una parte de mí no quiere salir mañana por la puerta de casa para volver a la Academia. Después de todo, a primera hora nos darán los resultados. Se me acelera el corazón al recordarlo.
Mi último pensamiento antes de dormirme en el sofá es que aún no sé si Chuck tiene razón con su teoría sobre los séptimos hijos.
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