Esta mañana no me despierta mi reloj biológico, sino el ruido de mis padres en la cocina. Me levanto del sofá y estiro los brazos por encima de la cabeza; tengo el cuello dolorido por haber dormido en una mala posición.
Compruebo que son las siete y media de la mañana. Me gusta madrugar, incluso cuando estoy de vacaciones. Así me da tiempo a hacer todo lo que quiero. Ni siquiera me preocupo de que sea lunes; de hecho, debo ser la única persona del mundo a la que le gustan los lunes. Los veo como una oportunidad para empezar a cambiar para mejor.
─Buenos días ─digo, aún medio dormida, mientras me preparo un café. A pesar de que no vengo a casa desde hace meses, mis manos se mueven automáticamente para coger lo que necesito.
Mis padres responden, aunque yo apenas soy consciente. Como siempre, me despierto un poco cuando llevo media taza de café, y empiezo a ser medianamente consciente de la conversación; papá lee algún titular interesante mientras mamá murmura que voy a acabar muriendo por sobredosis de cafeína. Tan exagerada como siempre.
Recuerdo la teoría de Chuck, y me muerdo el labio, dudosa. No quiero darle crédito, pero puede que ésta sea la última vez que les pueda preguntar acerca de ello antes de verano. Tal vez estaría bien conocer su opinión. Por si acaso. Aunque las teorías de mi amigo han resultado ser siempre paranoias, no puedo evitar comerme la cabeza cada vez que me cuenta una.
─¿Qué sabéis de los séptimos hijos de los séptimos hijos? ─pregunto a bocajarro. Nunca he tenido mucho tacto.
A mamá se le cae la leche por la encimera y papá levanta la mirada del periódico, tan sobresaltado que la página que está leyendo se rompe a la mitad.
─¿Cómo sabes eso? ─pregunta, aún con el trozo de periódico arrugado en el puño.
Me asusto y me doy hacia atrás en la silla, aunque el respaldo alto me impide alejarme de él. En una situación normal, mis padres se habrían reído y habrían invitado a Chuck a comer a casa para que les explicase con detalles sus ideas. No me esperaba esta reacción por su parte.
─¿Es verdad?
Mi madre se sienta a mi izquierda.
─Cariño, no hagas caso a tu padre. A veces se producen anomalías genéticas, por eso a tus poderes les ha costado encauzarse. Pero acabarán haciéndolo, ya lo verás.
Se me encoge el corazón; ahora no solo tengo una personalidad rara, sino que también mis genes son extraños y defectuosos. Suelto una carcajada histérica.
─África, deberíamos explicárselo. Ya es mayor ─dice papá; no me mira, y tampoco a mamá. Tiene la mirada fija en la madera oscura de la mesa.
Mamá suspira y se reclina en su silla.
─De acuerdo ─me coge la mano y me mira a los ojos─. Nosotros nunca hemos sido fanáticos de la mitología ni de esas teorías conspiracioncitas que le gustan tanto a tu amigo. Sin embargo, cuando… cuando tus profesores nos dijeron que tus poderes no se centraban en una rama mientras crecías, nos asustamos. Llamamos a un montón de médicos y psicólogos, ¿te acuerdas?
Asiento despacio. Cuando empecé con el desarrollo físico, hubo un tiempo en que tuve una nube de personas con bata blanca a mi alrededor, como si fuesen polillas yendo hacia la luz. Papá me explicó que era un examen rutinario, que todos los brujos se lo hacían al inicio de la pubertad. No recuerdo qué me dijo cuando le pregunté para qué servía, pero sí me acuerdo de que me lo creí. Como una tonta. Al fin y al cabo, tenía doce años y sentía una profunda admiración por mi padre; jamás imaginé que fuera capaz de mentirme.
─Nadie encontró nada raro en ti; estabas sana y tus poderes eran fuertes, aunque ninguno consiguió explicar por qué abarcaban más campos que los de la mayoría.
─Un día ─continúa papá─, uno de los médicos más jóvenes nos abordó cuando el resto ya se habían ido. Nos hizo una serie de preguntas sobre tus hermanos y sobre nuestras familias. No sabíamos por qué era eso tan importante, pero después de que hubieran intentado ayudarte, supongo que nos sentimos obligados a responder. Fue entonces cuando nos explicó esa teoría. Desde entonces han surgido muchísimas más ideas, pero entonces también era una de las teorías de las que más hablaban los expertos.
Se hace el silencio en la cocina; solo se escucha el tráfico que discurre por abajo y las gotitas de leche que caen de la encimera al suelo.
─Pero… es absurdo ─digo, con voz ronca. Me aclaro la garganta─. Tiene que haber una razón más lógica.
─Sí, es absurdo ─asiente mamá─. Pero si tuviésemos una explicación lógica, no te estaríamos hablando de esto.
Suspiro y miro el fondo de la taza de café. De pronto, se me ha cerrado el estómago.
Me levanto de la silla y tiro los restos de líquido marrón por el fregadero. Me agarro al borde de la encimera. Soy consciente de que mis padres me están mirando, pero no me vuelvo, sino que cojo la bayeta con manos temblorosas y limpio la encimera allí donde mamá la ha manchado.
─Creo que debería ir yendo a la Academia ─digo. Sé que no es la respuesta más madura, pero es lo que me apetece hacer ahora.
─Habíamos pensado acompañarte. Si no te importa ─comenta papá con cuidado.
Levanto la cabeza y les miro; no me apetecería despedirme así de mis padres, dejándoles en la cocina, preguntándose si hicieron bien ocultándomelo durante tanto tiempo.
─De acuerdo ─digo.
Me tomo mi tiempo para escoger mi ropa, algo que nunca hago. Tengo ganas de salir corriendo a la Academia, de salir al salón y de que mis padres me digan que todo es una broma y de tumbarme en la cama a comer pizza hasta que se acabe el mundo, todo eso a la vez. Me decido por unos vaqueros ajustados y rotos y una camiseta negra.
Cojo mi mochila de debajo de la cama y, armándome de valor, salgo de mi cuarto.
Papá y mamá parecen tranquilos sentados en el sofá, pero por sus miradas sé que han estado hablando de mí hace poco.
─¿Estás lista? ─pregunta mamá, con una sonrisa que no le llega a los ojos.
─Claro.
El camino a la Academia se hace incómodo. Ninguno de los tres habla mucho, y nuestras conversaciones suenan forzadas.
─Hoy sabrás los resultados, ¿verdad?
Vuelvo a sentir el nudo en el estómago. Llevo toda la semana pensando agónicamente en las notas de los exámenes, pero esta mañana se me han olvidado con todo lo de los séptimos.
─Ajá ─solo soy capaz de responder eso.
Respiro profundamente. Hemos llegado a la puerta de la Academia, y mi corazón palpita con fuerza. Entrar ahí puede ser como ir directa al corredor de la muerte, no solo por mi habitual preocupación por las notas, sino también por la conversación de hace unas horas. ¿Sabrán algo mis profesores? ¿Se lo habrán tomado a broma o lo tendrán en consideración? Y, sobre todo, ¿cómo reaccionarán al saber que mis poderes no se estabilizarán… nunca?
Pensarán que soy un monstruo. Me echarán y no podré terminar los estudios, ni trabajar. Mis nueve años de formación habrán sido en vano. Seré una paria. Y no creo que, después de haber entrenado mis poderes, dejar de usarlos sea demasiado fácil.
Alguien me pone una mano en el hombro y me aprieta, aunque no sabría decir si es una mano de hombre o de mujer.
─Todo saldrá bien, Sky ─tampoco reconozco esa voz, es la primera vez que la oigo. No pertenece a mis padres.
Suspiro y trato te volver a la realidad.
─Claro ─susurro─. Os quiero mucho.
Me deshago del abrazo, y siento como si hubiera perdido un asidero vital. Mis padres siempre estarán ahí a pesar de todo, pero no sé lo que me voy a encontrar de puertas para dentro. Aun así, hago acopio de mis fuerzas y empujo la lámina de cristal.
Nada saldrá bien, de eso estoy segura.
El interior de la Academia está tranquilo, como si hoy no fuera el día más importante del año. Sin embargo, me doy cuenta de que es una tranquilidad fingida.
Los alumnos de décimo con los que me encuentro parecen haber desarrollado todo tipo de tics nerviosos. Los de quinto, que se encuentran en plenos exámenes de mitad de formación, están histéricos. Hay una pared cubierta de hollín, seguramente producto de una batalla improvisada entre dos alumnos de primero.
Y nosotros estamos… no sé cómo estamos. La mayoría de mis compañeros, que se han reunido en grupitos desperdigados por las escaleras y pasillos, parecen tranquilos, aunque gritan cada vez que alguien les habla o desaparecen cada poco para ir a vomitar al baño de puro estrés. A pesar de que es primera hora de la mañana, el edificio parece lleno de actividad o, por lo menos, de tensión.
Paso por la habitación de Abbie antes de subir a la mía; cuando abre, descubro que Chuck y Wielia están también aquí. Los tres tienen cara enfermiza, aunque tratan de sonreír.
─¿Qué tal con tus padres? ─pregunta Abbie.
Doy un brinco, asustada, y la miro con los ojos muy abiertos. No puede saberlo. ¿O sí? Respiro hondo; supongo que estoy muy alterada, después de todo.
─Bien, como siempre. ¿Sabéis algo de las notas? ─trato de cambiar de tema.
Chuck comprueba su reloj; sé que mi reacción no le ha pasado desapercibida.
─Queda media hora para que nos convoquen abajo.
─Oh, Dios mío ─dice Wielia, y se tumba boca arriba en la cama de Abbie─. Creo que me va a dar algo.
─A mí también ─digo mientras me hago un hueco sobre el colchón. Cojo un puñado de patatas fritas de la bolsa que hay en el medio de los cuatro.
─¿Cómo puedes comer? A mí se me ha cerrado el estómago ─dice Abbie, empujando la bolsa con el pie.
Me encojo de hombros. Mejor no pensar en nada ya que, de hacerlo, se me acumularía la tensión y estallaría. Chuck no deja de mirarme fijamente, y sé que no voy a conseguir librarme de sus preguntas.
Suspiro y me acomodo un poco más en la cama; pienso alargar ese momento mientras pueda.
Decidimos bajar diez minutos antes de que llamen a todos los alumnos de noveno por megafonía para no encontrarnos dentro de la tromba de personas que se agolparán en los ascensores. Sin embargo, el vestíbulo está bastante más lleno de chicos de nuestra edad de lo que esperaba. Siento cómo mi corazón late más y más deprisa.
La sala se ha llenado de un calor agobiante, a pesar de que cuando entré hace apenas una hora el ambiente era fresco. El murmullo de las conversaciones parece querer absorberme en un tornado de tensión, y las patatas fritas amenazan con salir de mi estómago. Trato de respirar con tranquilidad.
A las nueve y media de la mañana se da el aviso, aunque es innecesario, ya que en los últimos minutos han bajado todos.
La misma ceremonia de la semana pasada se repite: nos llevan al salón de actos con forma de auditorio, donde el director y el jefe de estudios parecen no darse cuenta de lo nerviosos que estamos y se dedican a felicitarnos con parsimonia por nuestros resultados. Ojalá acabe todo rápido. No paro de peinar el terciopelo escarlata de los brazos de mi butaca. Wielia se muerde uno de los cordones de la sudadera.
Tardan poco en enviarnos al aula magna, y entonces siento que me quiero morir. El aula magna es una sala del último piso que ocupa toda la planta. Las paredes y el suelo están alicatados de un blanco resplandeciente y está dividida en pequeños cubículos separados por mamparas azules que te devuelven tu reflejo.
He estado aquí en pocas ocasiones; solo se usa para comunicar cosas importantes a los alumnos, como cualquier anomalía en el expediente, diagramas del funcionamiento de los poderes… Para mí es sinónimo de tensión.
Me tienen que llamar tres veces antes de escuchar mi nombre, y sigo las instrucciones de los profesores para meterme en el mismo cubículo que he usado todas las veces. Me dejo caer en la silla blanca de plástico y miro a mi alrededor; aquí fue donde me comunicaron que mis poderes no se habían estabilizado. Aquí está el inicio de mis diferencias.
Noto un cosquilleo en las manos; estoy hiperventilando. Relajo los músculos de la espalda y contengo el aire hasta que mis manos dejan de temblar. Siempre me ha funcionado, a pesar de que Wielia se rió de mí cuando le conté cómo solucionaba mis problemas de ansiedad.
Me concentro en respirar larga y pausadamente hasta que un hombre con una bata blanca abierta sobre un uniforme verde menta parecido a un pijama aparece ante mí. Le conozco; es él quien se ha encargado siempre de hacerme las pruebas cerebrales y demás.
Primero, me tiende un papel con una tabla; mis resultados de las pruebas teóricas. Miro el papel, suspendido entre sus dedos. No sé por qué, soy reticente a cogerlo.
─Tranquila. Lo has hecho mejor que bien; enhorabuena ─dice el doctor Fischer.
Agarro el papel con manos temblorosas. Lo leo una y otra vez para conseguir asumir los resultados. Matrícula de honor.
Hay un brillante sello rojo y dorado estampado en la parte de abajo, y todos mis profesores han añadido una breve felicitación. Suspiro, aliviada; con esta noticia, incluso la teoría del séptimo es fácil de digerir.
Miro al doctor, con una sonrisa que me recorre todo el rostro pero que se me borra enseguida. Aunque es un hombre algo silencioso, con los años he conseguido aprender a descifrar sus expresiones. Y la expresión que tiene ahora no predice nada bueno.
─Sky… ─empieza. Puede que sea el único adulto que no me llame señorita Anderson, tal vez porque me ha hecho más pruebas que a ninguno y hemos cogido confianza. Traga saliva antes de continuar─ ¬Tus pruebas prácticas son increíbles, prácticamente perfectas.
─¿Entonces cuál es el problema?
Él suspira.
─El problema son tus propios poderes. He hablado con el director; te permitirá terminar tu formación, pero no dejará que te gradúes. Dice que eres demasiado inestable como para optar a un trabajo formal. Lo siento.
Me agarro a los bordes de la silla, helada. ¿He echado diez años de mi vida por la borda? ¿No podré llegar a ser exploradora jamás? He aprendido a controlar doce poderes distintos y desarrollarlos hasta su máxima expresión. ¿Y ha sido para nada?
Si no me gradúo, nadie me dará un trabajo. Tendré que vivir con mamá y papá, o peor; buscar un trabajo humano. Una cosa es querer trabajar con los humanos, y otra muy distinta integrarse en su sociedad.
Respiro hondo unas cuantas veces, y empiezo a notar los síntomas de un ataque de pánico.
No soy capaz de decir nada, ni siquiera soy consciente de que el médico se ha ido.
No sé cuánto tiempo ha pasado cuando por fin soy capaz de levantarme y salir del cubículo, pero el aula está vacía. Bajo por las escaleras, centrándome en el sonido de mis pasos, que rebota en las paredes frías de la Academia.
Mis pies me dirigen automáticamente a mi habitación; me queman las piernas por haber bajado doce plantas a pie, pero no me importa.
La llave de mi habitación no entra a la primera. Lo intento en cuatro ocasiones más antes de darme cuenta de que la estoy metiendo al revés. Empiezo a ver borroso por culpa de las lágrimas; parece que no soy capaz ni siquiera de meter una maldita llave en su sitio.
Entro rápidamente en el cuarto, doy tres vueltas a la llave y me desplomo en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta. Empiezo a llorar, desconsolada.
Me quedo con la espalda apoyada contra la puerta mucho tiempo después de que se me hayan acabado las lágrimas. La hora de comer ya ha debido pasar, pero yo no tengo hambre.
Entro en el baño y me miro al espejo, sin ganas. Tengo los ojos hinchados y rojos, y los labios resecos. Me lavo la cara, pero mi aspecto no mejora.
Llaman a la puerta, y yo me sobresalto.
─¿Sky?
Suspiro; solo es Abbie, pero mi corazón sigue latiendo a mil por hora. Me echo un poco de colirio para que mis ojos no estén tan rojos y me peino rápidamente antes de abrir la puerta, intentando parecer tranquila. Wielia y Abbie me miran como si me hubieran salido cuatro brazos más de la espalda en las últimas horas; Chuck no está con ellas, y no sé si es algo bueno o malo.
─¿Qué ha pasado? ─dice Wielia, entrando en mi habitación sin preguntar─. No saliste con nosotros del aula, y ni siquiera has ido a comer. ¿Estás bien?
─Sí, solo… estaba demasiado nerviosa como para comer nada.
No es ninguna mentira.
Abbie levanta una ceja.
─¿Ha sido por los resultados? ¿Te ha ido mal?
─No, en absoluto ─esto tampoco es una mentira; mis notas han sido mejor que buenas, pero debo ser la única que con ese expediente no conseguirá graduarse. Intento no llorar─. Estaba tan emocionada que casi no podía hablar. Necesitaba tiempo para asumirlo.
Mis amigas no parecen creérselo, me conocen demasiado bien, pero no hacen más preguntas. Las dos se tiran en mi cama y yo me siento en la silla del escritorio.
─¿Y Chuck? ─pregunto. Si no pienso en lo que me ha dicho el doctor, será más fácil no echarme a llorar como una histérica delante de mis amigas.
─No sé ─responde Abbie─ Se puso raro después de la comida, más de lo habitual, y salió del comedor sin casi esperarnos. ¿No estaréis liados?
Sonrío un poco.
─Sí, Abbie; le tengo escondido en el baño, esperando a que os vayáis.
Mis amigas siguen charlando como si nada, pero yo dejo de atenderlas enseguida. Simplemente, dejo la mente en blanco; no me apetece pensar en todo lo anterior, o que la gente se compadezca de mí.
A media tarde empiezo a tener hambre, y ellas insisten en sobornar a los cocineros para que nos den la tarta que sobró de la comida. Sonrío por primera vez en toda la tarde; saben que cuando paso por una etapa depresiva o melancólica me gusta comer mucho chocolate, aunque luego me sienta culpable y me pase dos semanas comiendo lechuga y matándome a hacer deporte. Me siento algo reconfortada por sus intentos de animarme.
Las tres nos sentamos en el comedor, Abbie y yo con dos trozos enormes de tarta y Wielia con un cuenco de una pasta entre marrón y naranja que prefiero no preguntar qué es. Me hacen olvidarme de todos mis problemas, por lo menos hasta que estamos tan llenas que nos empieza a entrar el sueño.
Cuando entro en mi cuarto, me dejo caer pesadamente sobre la cama; no me da tiempo a seguir compadeciéndome de mí misma, ya que caigo en un sueño profundo.
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