Me despierto cuando noto que alguien me sacude por los hombros. ¿Qué día es? ¿Llego tarde a algo? Entorno un poco los ojos y miro la pantalla fluorescente de mi reloj; las nueve y media de la tarde.
Antes de dormirme no bajé las persianas, y la luz diurna que queda me deja ver el rostro de Chuck. ¿Cómo ha entrado? Intento despejar la mente y me doy cuenta; ha tenido que mover el cerrojo con la mente para hacerlo. Me alegro de haberme dormido con la ropa puesta; aunque Chuck es como mi hermano, me resultaría un poco turbio que me viese en ropa interior o algo parecido.
De pronto, todos los recuerdos de esta mañana se agolpan en mi mente; mi expediente, la negativa del director a mi graduación y la mirada compasiva del doctor Fischer.
Me abrazo a mi amigo y entierro la cara en su hombro, con las lágrimas a punto de salir.
─Chuck… ─digo con voz ahogada.
─Lo sé; el doctor me lo ha contado ─dice, y me separa de él. Tengo la mente tan embotada que ni siquiera me parece raro imaginarme a mi mejor amigo hablando con mi médico de la Academia─ Escúchame Sky, tienes que irte.
─¿Qué? ¿Por qué?
Sé que tiene razón; si no me van a dejar graduarme, sería una pérdida de tiempo cursar mi último año, pero no es fácil dejar atrás lo que ha sido tu segundo hogar, ni la costumbre de ir a clase o sentarme a estudiar. Por no decir los pocos amigos que tengo aquí, mis padres y mis hermanos. Además, no entiendo a qué viene tanta prisa.
─Ahora no puedo explicártelo, pero tienes que hacerme caso. ¿Has desecho tu mochila?
─No, pero…
─Perfecto. Tienes que ir a casa de tus abuelos, ¿de acuerdo? Allí estarás a salvo. Hay un autobús que sale mañana a primera hora ─dice, y me tiende algo que parece un billete. No lo cojo.
Estoy algo más espabilada, y me irrita que mi mejor amigo no confíe en mí.
─¿Me quieres explicar de una vez qué mierda está pasando? ─digo, a voces.
Él me manda callar con un gesto.
─¿Confías en mí?
Me mira, y de repente me avergüenzo de haberle hablado así. Claro que confío en él: ha sido mi confidente durante diez largos años, y nos hemos apoyado mucho durante todo este tiempo.
─¿Qué tengo que hacer?
Me vuelve a tender el billete, y esta vez lo acepto.
─Escóndete cerca de la estación hasta que salga el bus; tu abuelo sabe que vas hacia allí, y te estará esperando. Haz todo lo que él te diga. Y llévate el teléfono que te regaló Cristal; intentaré ponerme en contacto contigo en cuanto pueda.
Asiento y le abrazo con fuerza, con un nudo en la garganta.
─Me gustaría explicarte más, pero es peligroso. Me despediré de ellos por ti ─dice él descifrando mi mirada de preocupación.
─¿Es por… eso? ─digo, aunque no estoy segura de querer conocer la respuesta. Ni siquiera soy capaz de hacer la pregunta entera en voz alta. Si alguien me persigue por mis poderes, significa que es importante.
Chuck asiente, y yo trago saliva, asustada. Cojo mi mochila, que dejé esta mañana tirada en el suelo, y me la ajusto a la espalda.
─Deberías aprovechar que todo el mundo está cenando. Me he encargado de montar un buen follón en una de las aulas para que la recepción esté vacía, pero no durará mucho.
No sé lo que está pasando exactamente, pero sé que Chuck no me diría que corro peligro si no tuviese pruebas. Le abrazo de nuevo.
─Gracias ─no me gustan mucho estos momentos y tampoco soy demasiado expresiva, pero él me conoce y comprenderá lo que le he querido decir con una sola palabra.
Salimos de la habitación; él me hace un gesto con la mano y se dirige a la cafetería. Yo voy a los ascensores y pulso el botón más de diez veces seguidas, como si así fuese a llegar antes.
Cuando el ascensor se abre, me meto dentro con un suspiro de alivio. Me preparo para correr mientras bajo; puede que la distracción que creó Chuck ya haya pasado, y no puedo arriesgarme a que me vean.
Me gustaría que, al salir a recepción, me despertase de golpe en mi cama, y que todo esto no haya sido más que un sueño. Sin embargo, cuando las puertas se abren y salgo del ascensor, todo está vacío, y yo no me despierto. Salgo corriendo, aunque no se escuchan más ruidos que los del tráfico.
El aire cálido de la ciudad me traga, y yo me dejo llevar por mis pies, todavía aturdida.
Durante un par de horas, me he dedicado a vagar por Nueva York. Al salir de la Academia, me dirigí de manera inconsciente a casa de mis padres, pero me detuve cuando mis manos ya estaban buscando las llaves. Chuck me dijo que se despediría por mí, lo que quiere decir que les pondría en peligro si vuelvo con ellos.
Me quedé mirando el portal lleno de plantas durante al menos hora y media, llorando. Esta situación es tan extraña… No sé cuándo será la próxima vez que vea a mi familia, ni siquiera si la volveré a ver. En ese momento, decidí que tenía que dejar de ser dramática. Me espera un viaje largo a casa de los abuelos, y luego no tengo ni idea de lo que vendrá, pero sí sé que no me lo voy a pasar entero llorando.
Hice de tripas corazón y me alejé de casa. Ya que no he podido despedirme de mis amigos y mis padres, por lo menos he querido hacerlo de los lugares que he frecuentado, por muy estúpida que sonase esa idea en un principio. La Fontana, cerrada y con las persianas bajadas. Central Park, que huele a flores y hierba mojada. El antro al que Marq me lleva siempre a jugar a las maquinitas y beber chupitos. Las canchas de baloncesto donde entrenaba con Kenzie. Por mucho que me propusiera no llorar, cada vez que llegaba a un sitio especial no podía dejar de hacerlo. No sé qué voy a echar más de menos, si mi vida de magia en la Academia o los detalles de normalidad que había en ella. He intentado pensar en todo lo que me ha dicho Chuck, pero sigo igual de confusa que al principio. Espero que el abuelo sea capaz de explicarme algo.
Después de eso, vine a la estación de autobuses. Tengo suerte de vivir en Manhattan, ya que si no hubiera tenido que caminar mucho.
Llevo un buen rato sentada fuera, en un banco. Compruebo mi billete bajo la luz de la farola; el autobús sale a las ocho de la mañana. Mi reloj de pulsera indica que es la una menos cuarto. Me siento lo más cómoda que puedo en el banco y saco uno de los libros de lectura del fondo mágico de la mochila. Creo que he rozado el teléfono con la punta de los dedos y estoy a punto de llamar a alguien, a quien sea. Sin embargo, evito hacerlo hasta que Chuck me llame.
A pesar de la hora, el tráfico sigue siendo bastante denso, aunque no tanto como durante el día. Hay gente que va y vuelve de sus turnos de trabajo. Un coche pasa delante de mí a toda velocidad, tocando el claxon y con la música a tope.
─¡Guapa! ─grita alguien, asomado al asiento del copiloto.
Pongo los ojos en blanco, me acomodo en el banco y empiezo a leer.
Dos libros después tengo el cuello tenso y algo de frío, aunque estamos casi en verano. No me dio tiempo a coger una sudadera antes de salir de la Academia, y no recuerdo exactamente qué ropa metí el domingo por la noche. ¿De verdad ha pasado solo un día desde que estuve en casa por última vez?
Subo los pies al banco y me hago un ovillo, al igual que hizo Wielia el día del examen, en el vestíbulo. Mi amiga nunca apoya los pies en el suelo cuando se sienta.
Cierro los ojos con fuerza para evitar las lágrimas y miro mi reloj; son las tres. Me vuelvo a colgar la mochila al hombro y me levanto. Noto las piernas entumecidas, así que me pongo de puntillas para estirarlas un poco.
La vida nocturna de Nueva York es muy distinta a cómo es durante el día. En las horas de luz solo se ve a hombres trajeados hablando por teléfono, parejas paseando a sus niños y estudiantes universitarios yendo en bicicleta al campus. Sin embargo, por la noche se encienden las luces de todos los pubs, clubs de alterne y casinos, y la música que sale de ellos te absorbe.
A lo lejos veo a un grupo de chicas, más o menos de mi edad. Parecen borrachas, se ríen mucho y van haciendo eses por la calle. En estos momentos me encantaría tomarme un chupito de esos con mi hermano y olvidarme de todo, como ellas.
No quiero alejarme mucho de la estación; he heredado la puntualidad obsesiva de mi padre y, además, a saber qué clase de gente puedo encontrarme por la calle a estas horas, pero tampoco es que tenga mucho que hacer.
El tiempo pasa lentamente. Doy vueltas por la calle, leo un rato más e incluso valoro meterme en alguna discoteca, idea que desecho enseguida; no quiero entrar sola. El cansancio va pesando sobre mí, y tengo los ojos enrojecidos e hinchados.
Son las siete y cuarto. El cielo está de un color más pálido y empieza a notarse cierta actividad por las calles. Deshago el camino que he hecho y regreso a la estación. Me duelen las piernas, por no decir la cabeza y la espalda. Las cafeterías aún no han abierto, y yo tengo hambre.
Ya hay algunos autobuses esperando tranquilamente en las dársenas. Un hombre gordo está sentado cerca, desayunando, pero no hay más gente aparte de él y los conductores.
Saco el billete doblado y arrugado del bolsillo trasero del pantalón. Dársena 3. El vehículo es uno de los que ya ha llegado.
Me acerco tímidamente al conductor, que está apoyado en la parte delantera mientras fuma un cigarrillo y habla con otro de los conductores.
─Disculpe, ¿pasa por Greenport?
─Sí ─dice, de manera seca; parece que no le hace demasiada gracia que interrumpa su conversación. Comprueba mi billete─. Puedes subir.
El autobús está vacío salvo por un señor que duerme en la primera fila, una pareja de señoras mayores y una mujer con dos niños pequeños. Me acomodo en mi asiento y me pongo los auriculares. Cierro los ojos.
Estoy empezando a quedarme dormida cuando percibo la presencia de alguien a mi lado. Me incorporo, sobresaltada, para ver a un chico en edad universitaria, rubio y muy guapo.
─Perdona, ¿te he despertado? ─dice mientras termina de acomodarse en el asiento a mi lado. Huele bien y le puedo ver unas ligeras pecas y los ojos verdes, que se vuelven castaños en el centro.
─Tranquilo ─digo con una leve sonrisa. El sueño es lo único que me impide estar nerviosa; no suelo estar tan cerca de un chico, salvo mis hermanos y mi mejor amigo.
─Soy Ben ─se presenta, tendiéndome una mano. Me quedo mirándole, hasta que me doy cuenta de que tal vez esté siendo demasiado maleducada.
─Sky ─digo, pero inmediatamente me arrepiento de haberle dicho mi nombre. No hay muchas chicas que se llamen así, y la gente de la que estoy huyendo seguramente lo sepa todo sobre mí.
Sin embargo, él sonríe, dejando ver unos dientes blancos y perfectos.
─Un nombre bonito.
Me ruborizo. No parece sospechoso, pero tengo que tener cuidado.
─¿Y no deberías estar en el instituto o algo?
Levanto una ceja; él no parece tener más de veinte años, así que debería estar sentado en un aula de la universidad.
─No ─digo con el ceño fruncido, y me dedico a mirar por la ventana. La estación se va llenando poco a poco.
─Vale, tranquila ─dice él con una carcajada. Saca algo de su mochila y me lo pone delante; es un paquete de galletas─. ¿Tienes hambre?
He intentado olvidarme de que ayer no cené y hoy tampoco he desayunado, pero ahora me ha vuelto a entrar el hambre. Asiento.
Ben abre el paquete y me pone un par de galletas en la mano. Él coge otra y pone el paquete entre los dos.
─Y ¿por qué viajas? Si puedo preguntar, vamos.
Me guiña un ojo con una sonrisa en la cara. La verdad, no sé por qué viajo. Que mi mejor amigo me haya dicho que me suba a un autobús parece una excusa patética. Y rara.
─Visita familiar ─digo, encogiéndome de hombros─ ¿Tú?
─Estudio económicas. Voy a la empresa de mi padre a hacer unas prácticas.
─Ah ─digo, bostezando a la vez.
Pasamos un rato en silencio y me voy quedando dormida.
Alguien apoya una mano en el hombro y me despierto, sobresaltada. He estado soñando con personas sin rostro que me persiguen. Llevaban consigo unos animales que no había visto en mi vida.
Me cuesta un rato procesar qué hago en un autobús, sentada al lado de un chico que no conozco, hasta que lo recuerdo todo. A la luz del día, mi huida de anoche parece irreal.
Ben me sonríe.
─Buenos días, marmota. Hemos llegado.
Me levanto, adormilada, y me estiro. Cuando estoy a punto de bajarme del vehículo, el chico me agarra el brazo. Doy un brinco y le miro, asustada. ¿Será él uno de los que van detrás de mí? ¿Impedirá que llegue a casa de los abuelos? ¿Querrá secuestrarme?
─Te olvidas la mochila ─comenta, tendiéndomela. No ha perdido la sonrisa.
Suspiro, aliviada y reprendiéndome por ser así de paranoica.
─Gracias.
Me duele todo el cuerpo. Hace viento, pero el clima es más suave. A partir de aquí, sé ir a Greenport yo sola; lo he hecho mil veces, para ir a casa de mis abuelos.
La estación de autobuses del condado de Columbia está prácticamente vacía.
Ben se pone delante de mí.
─¿Necesitas que te acerquemos a alguna parte? ─dice, señalando un elegante coche negro que espera a la sombra.- Vamos a Greenport.
¿En serio? ¿Ben es de Greenport? Un chico como él hubiese llamado mi atención o la de mis hermanas si lo hubiésemos visto. Tal vez se deba a que la casa de los abuelos está a las afueras, o a que no nos relacionamos con nadie salvo la familia.
─Mmm… no, tranquilo. Me vienen a recoger. Pero gracias.
Puede que sea un chico guapo que vive en el mismo pueblo que yo, o que le haya dicho mi nombre, pero eso no quiere decir que termine de fiarme de él.
El chico asiente lentamente.
─Espero volver a verte ─dice con su característica sonrisa, y se sube al coche.
Le miro, aturdida. ¿Qué ha querido decir eso? Noto la cara ardiendo; seguro que estoy más roja que un tomate. Ben me saluda y el coche se aleja.
Yo miro a mi alrededor. He tenido suerte; entre los pocos autobuses que hay, consigo ver uno destartalado del color del óxido, que parece que se va a caer en pedazos al más mínimo movimiento.
Lo conduce el mismo hombre del año pasado y del anterior, y que lo conducía cuando mi padre empezó a ir y venir de la ciudad en sus años de estudiante hace casi treinta años. Lleva el pelo largo, casi blanco, y un peto vaquero con manchas de pintura encima de una camisa a cuadros. Cuando me sonríe, se ven los huecos de los dientes que le faltan. Lleva un palillo entre los labios.
─Pasa, señorita ─dice con su característico acento. Nunca he sabido de dónde es, pero sospecho que es de Sudamérica. Como siempre, no me deja pagarle el trayecto.
El autobús espera quince minutos. Solo se han subido tres señoras que cuchichean entre ellas como cotorras y un hombre con pinta de granjero con el que deduzco que es su hijo. Nos ponemos en marcha; el vehículo se mueve sin parar, a pesar de que el suelo es liso, y por la radio suena música country de hace veinte años. Cierro los ojos. Me parece como si fuera una mañana de verano en la que no tengo nada que hacer más que pasarme a ver a los abuelos y quedarme en su azotea pintando o practicando magia.
Nadie de los que viaja conmigo baja en Greenport, así que el conductor me deja a la puerta de la casa de mis abuelos. Somos una familia numerosa, y nos ha llevado a todos tantas veces que ya sabe dónde vivimos.
Me planto frente a una desvencijada casa de tres plantas pintada de color azul grisáceo y balcones blancos. La pintura de la fachada está levantada en algunas partes, y estoy segura de que faltan algunas de las tejas. Me dirijo a la puerta pintada de blanco, que se abre antes de que llame. El abuelo aparece en el umbral y me da un abrazo de oso. Parece aliviado por verme.
─Pasa, cariño. Supongo que tendrás hambre; tu abuela está preparando el desayuno.
Su voz profunda me tranquiliza; algo me dice que, si estoy a su lado, permaneceré a salvo.
No hago preguntas y le sigo a la cocina, contenta de encontrarme en un lugar conocido después de lo que pasó ayer.
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